Martes, 8 de marzo 

El desayuno, una mierda. Un café aguachirle, con una barrita de pan marchito y unas tarrinas de margarina y mermelada. Una débil iluminación alumbra el pasillo, algo la celda. A media mañana me sacan.

Me interrogan. Sentados frente a mí se encuentran dos maderos: el bueno, gordo, seboso, con bigote y cara de bonachón, y el cabrón, enjuto, repeinado, vestido a la última, o eso es lo que el menda se cree. 

-A ver, cabrón, ¿quién te vende esta mierda? Y no me jodas, no me chulees, que te tenemos vigilado desde hace un año –suelta el chuleta.

Yo, ni flowers, le respondo. Entonces el gordo intercede y me apremia para que les suelte el nombre de mi contacto. Me dejarán libre en el momento que se lo diga y, además, no sabe como controlar a su compañero, que tiene muy mala folla y se le va la mano; mejor que hable, insiste.

Al gordo le contesto que ni puta idea, que no conozco al que me la vende, que siempre contacta conmigo por teléfono, que no sé, sabiendo de antemano que con lo que me han pillado no me sueltan ni aunque les recite el Quijote en verso.

El repeinado se acerca y me suelta dos hostias, así, pá empezar. Insisto que no sé nada y que quiero llamar a mi abogado. Me retornan al calabozo. 

La hora de la manduca. No tengo mucha gusa, pero me jalo el bocata de salchichón que me traen, además de la botellita de agua y una manzana. Me quedo torrado.

Así transcurre la tarde, en un duermevela que no me ancla en este planeta. Como no llega la luz del sol, bien puede ser de día o de noche. Despierto y vuelvo a sobar sin conocimiento de causa; estoy perdido, jodido y echo de menos mi familia. Lloro.