-¡Paso franco. Salir de acá con las rehenes sin un puto tiro, sino, ya saben…, matacera corrida a estas dos viejas! Así que, ya saben, malparidos, o salimos de una de esta caleta en sus carros o las viejas mueren –terminó de vociferar amenazante el Gonorrea.

Róbinson tenía más que claro, que si los dejaba partir con las rehenes, éstas no tendrían opción alguna de sobrevivir, por lo que habría que tomar una medida de urgencia y categórica. Por ello, y antes de dar una respuesta coherente al enemigo, comunicó a su lugarteniente, que junto a él se encontraba acurrucado detrás de la portezuela, en voz baja y ladeando apenas la jeta, la siguiente orden:

-Dígale al Morocho, que cuando salga ese hijueputa que encañona a la patrona, lo baje de un disparo francotirado en su cabezón. De inmediato, los demás cubren a la patrona, dirigiendo el plomo al resto de la casa. Yo salgo volado a recuperarla. De una. 

-¿Y a la otra hembra, jefe –preguntó el man con voz apagada, aunque tensa.

-Mierda, se me pasó la vaina. Usted, cuando maten al man y comiencen los disparos, se me aventa en la casa y me la busca. Qué no le ocurra nada, aunque la priorid…, bueno, como se diga esa vaina, es la patrona. Bueno, alístese –terminó de susurrar Robinson.

-¡Está bien, salgánsen de allá y los dejamos pasar, pero si les ocurre algo a las seños, están ustedes quebrados, ustedes y sus putas familias –gritó éste en dirección a la casa.

El silencio volvió a embargar el lugar. Solo el sonsonete de un teléfono celular interrumpió el denso ambiente. Era el de Robinsón.

-¿Alo?, ah, sí, sí, Patrón, es que ahorita no puedo… -respondía el guachimán entre susurros mientras el Mono lo interrumpía a través de la de ondas para impartir sus órdenes.