Cuando los funcionarios nos interrogan, dudando entre dejar las cosas como están o mandarnos parteados al chopano, ninguno suelta prenda. Nada, un roce durante el juego, la calentura del deporte y otras sandeces similares, son excusas suficientes, en esta ocasión, para que los de azul dejen el tema en tablas y cada uno se vaya por donde ha venido. No obstante, el Pablo antes de pirarse y en un descuido de los jefes, me suelta, estás muerto, compi, muerto. Ya te encontraré.
A partir de este momento he de moverme con pies de plomo. Este salvaje ya cuenta con dos homicidios a sus espaldas y está tan venado, que por orgullo y después del desafío recibido en público, no dudo que lleve su amenaza a cabo.
Por esos días me llaman para ostentar el destino de asistente de educadores. Me froto las manos, ya que es un destino privilegiado, donde te mantienes en contacto diario con los componentes de lajunta de tratamiento, al fin y al cabo, los que con posterioridad darán el visto bueno a tus permisos y tercer grado.
Y es gracias a este destino como me entero, que a raíz de mi movida con el Pablo, los demás compis del módulo se envalentonaron y comenzaron a denunciar a Pablo ante los funcionarios por abusos, maltrato, trapicheo y qué sé yo cuantos otros cargos falsos y verdaderos.
Por ello, una mañana antes de partir del módulo a mi trabajo matutino, veo que se me acerca la mole, con su caminar sobrado sobre las puntas de los pies, los hombros de perchero y el cabezón afeitado elevado en ángulo cara al sol. Me tensó. Hasta la fibra más sensible de mi cuerpo adquiere la tensión de una cuerda de arco. Giro mi rostro hacia él y doy forma de puño cerrado a mis manos. Llegado a mi altura, frena de golpe su caminar y me suelta con tono de orgullo reprimido:
