En una de esas tardes de nubes plomizas, vientos de órdago y cuando comenzaban a caer las primeras gotas gruesas sobre el asfalto, Robus tomó la determinación de entrar antes de lo habitual al gimnasio. Había cancelado la cita semanal con sus dos socios de los negocios de a grande. No había encontrado el momento de llegar a casa para dejar la moto y coger el coche, y no deseaba empaparse. Optó por llamarlos y entrar al gimnasio. Para su sorpresa y a pesar de la hora temprana de la tarde, el lugar se encontraba a rebosar de humanidad y sudores. Y allí, entre máquinas y barras de pesas, se encontraba ella. Enfajada en una malla ajustada como guante al cuerpo, sus músculos se tensaban dando vida propia a la tela. Los pies firmes y enfundados en unas relucientes zapatillas Nike sostenían todo su escultural cuerpo que terminaba en una cabellera frondosa de color azabache. Alzaba en esos momentos una barra -sus manos enfundadas en guantes de cuero amputados de falanges- con 20 kilos a cada lado y con la facilidad y elegancia de una bailarina. Robustiano disminuyó el paso acelerado de la calle y se paró a contemplar a esa bella amazona que lo tenía obnubilado. Ella, ducha en las artes de la conquista y aprovechando los espejos que desde las paredes reflejaban todo, se percató al momento de ser observada con avaricia. No por ello depuso su actitud; más bien al contrario, calzó la barra con unos kilillos de más y siguió tirando, percibiendo aún más la tensión de sus fibras.
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