Una de esas mañanas eternas de patio y poco más, y cuando su hastío amenaza con sumirla en una depresión de las que aparecen de improviso y no sé sabe el por qué, bueno, ella si que es consciente de ello –la falta de sus hijitos, de su mamá, de su entorno, de su destino, de su curso, y de su man-, la reverberación de su nombre a través del micrófono del patio la hace reaccionar. Se dirige a la pecera de funcionarias y, agachando la cabeza, pregunta a través de la ranura:
-Soy Cardozo, funcionaria, ¿me llamaban?
-Vaya a comunicaciones. Le abro.
Se endereza extrañada. ¿Quién carajo la busca en comunicaciones, ella, incomunicada del resto del mundo?, piensa. No obstante sale del módulo con paso ligero. Una güevonada, un trámite como este que en la calle carecería de importancia, aquí se transforma en todo un acontecimiento. Al pasar frente al módulo 6, el del Filetes, mira esperanzada con ánimo de ver a su chico. Aunque sabe positivamente que la mayoría de los internos se encuentran en el patio o en el comedor, o bien realizan algún destino; solo algún refugiado perdido se asoma a la ventana al paso de la colombiana, al sonido de su caminar. Ella desvía de manera esquiva la mirada, no sea que tenga que ver a alguno haciendo gestos que la revuelvan el estómago; no es la primera vez que le ocurre, ni a ella ni al resto de las compañeras. La Paisa en una ocasión, y al llamado de un refugiado, alzó la mirada, para ver como el man se había encaramado a los barrotes de la ventana y asomaba su vergón enrojecido entre barra y barra.
En comunicaciones le indican que su abogado la espera. Cuando entra en la cabina se encuentra frente a frente con Fernando, sí, Fernando Pamos de la Hoz, el letrado que su mamá había contactado y al que ella había aceptado como defensor. A ver que me cuenta este vergajo, aunque su mirada y maneras me dan tranquilidad, piensa para sí, mientras le sonríe esperando algún milagro que la rescate de este pozo.