Los jóvenes que lean lo aquí escrito no podrán imaginar lo que suponía en la España anterior a 1990 abortar, ni por la situación legal, ni por el oscurantismo que rodeaba la misma intervención, ni por la sensación pecaminosa del hecho, y mucho menos, por el desamparo y la tristeza que embargaban a la mujer o pareja que se decidía a llevar a cabo esa acción.
A la clínicas clandestinas accedías con un santo y seña, como aquella ubicada en la calle del General Yagüe de Madrid, donde después de entrar previa identificación en clave, te depositaban en un despacho desprovisto de ventanas, de paredes agrisadas y una sola mesa con dos sillas, tras la cual se encontraba un hipotético medico en batín que te explicaba con tonos graves y mirada apagada que la intervención la realizarían en una habitación contigua al despacho provista de todos los elementos necesarios a fin de llevarla a cabo de manera segura. El coste de la operación sería de 100.000 pesetas, unos 600 euros, y la convalecencia habría de realizarla la paciente en su casa bajo su propia responsabilidad. Tenías un par de días para tomar la decisión, dado que habitualmente el estado del embarazo era avanzado.
Solo los que han pasado por dicho trámite pueden percibir la dureza de esa experiencia clandestina, donde todo era plúmbeo, duro, triste, obsceno, además de conllevar la posibilidad de entrar en prisión, vaciada y sin apenas futuro.
Al final la mayoría partía a abortar a Londres, donde el pecado tan solo era propio, y cuya flema, propia del carácter anglosajón, brillaba con luz propia tras la experiencia infame de la clandestinidad abortiva española.
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