Salió del hospital a la caza y captura. Y no tuvo dificultad en encontrar a su presa en casa se sus papás. Cuando la madre le abrió la puerta, Bush no preguntó por el hijo de ésta, sino que entró sin apenas saludar derecho al cuarto del maltratador. Lo encontró tumbado en la cama, con los ojos vidriosos por el lagrimeo fácil y la buena dosis de porros que se había metido entre pecho y espalda; no reaccionó ante la cerril embestida de su cuñado.
Lo tomó por la pechera, lo levantó con la facilidad que se eleva a un neonato y lo proyectó contra la pared. El agredido rebotó y cayó como un saco de papa vieja. A continuación, y antes de que el pelele reaccionara, lo volvió a agarrar y lo proyectó en esta ocasión contra la pared opuesta. La pared donde se ubicaba un gran ventanal, contra cuyo cristal golpeó el cuerpo, quebrándolo en infinitos pedazos y atravesando el marco de la ventana para caer al vacío del patio. Durante el corto trayecto de seis pisos, fue rebotando de cuerdas en cuerdas de ropa tendida, enredándose con sábanas, camisas, calcetos y todas las bragas de colores y tamaños más variados, mientras un grito asustadizo se iba perdiendo en el vació para silenciarse con un golpe seco.
Bush se asomó y observó el estropicio de cuerdas, resortes, ropas y también, el cuerpo tendido y sangrante sobre el enlosado del patio. Salió de la habitación y de la casa como llevado por una inercia salvaje, seguido por los padres y sus voceríos, propios de los que nada saben pero algo intuyen. No se dirigió al patio, ni llamó a urgencias; fue directamente a la comisaría más próxima y se entregó. De allí a la trena. Lo condenaron por asesinato, a pesar de ser a todas luces homicidio, pero una mala defensa, la alarma social levantada y un rosario de equívocos, lo sentenciaron a diecinueve años con el sobrenombre del Matapatios.