Al ella observar el descalabro que ha producido su inseguridad, reacciona como la fiera que es y se abalanza sobre él, tumbándolo en la cama y asediándolo con manos, boca y todos los ardides que su imaginación le proporciona en ese instante. Su ataque se torna tan furibundo, que el Filetes vuelve a palpar el crecimiento desmesurado de su polla, a la par que se percata, que el protector elástico se ha escamoteado entre las sábanas en su flacidez anterior.
Bua, que le den al puto condón. Si la gachí no se pispa, mejor, me lo paso más de a buten. Seguro que no pasa ná, además, aquí el menda controla que lo flipas, piensa con una sonrisa íntima que ella, en su locura fogosa, ni alcanza a percibir, segura como está de haber supervisado su colocación.
-Vengaaaaa, mijito, ya, ya, métamela, a que espera. Estoy arrechaaaaaa –le grita Elisabeth María fuera de sí, aferrándose a su cuerpo con brazos y piernas, perdiendo toda esa compostura que le caracteriza, y zambulléndose sin miramientos en una verbena de pensamientos y palabras obscenas.
Ya para ese instante, él no controla ni sus propios pensamientos, mientras introduce a la desesperada un contenido animal que brama por reventar; y revienta. Revienta con todo sus reservas apaciguadas durante tiempos a la espera de este momento. Revienta nada más traspasar la tupida cortina de vello oscuro y sentir las paredes desbordantes y tersas de las interioridades de ella. Y revienta al tiempo que recuerda que ha de controlar, que su amigo, el cauchito, ha desaparecido entre tanta carne y los lienzos arrugados.
Permanecen inmóviles durante un largo rato. Elisabeth María acaricia la espalda del ser que se encuentra sobre ella, con ternura, con necesidad de dar, también de recibir, a la espera de algún signo afectivo por parte de él; pero nada. Toda la carne que reposa sobre ella se encuentra inmóvil, aparentemente carente de vida, salvo por la respiración jadeante que de manera gradual va adquiriendo un ritmo pausado.