Una vez terminada la comunicación, cada cual regresa a su módulo; él orgulloso, descargado y con su hombría resarcida y asentada; ella, medianamente satisfecha, pero con sus esperanzas afianzadas en un futuro prometedor. Si bien cada uno ha de rendir cuentas a su camarilla de incondicionales, las preguntas, el entusiasmo e interés de ocasiones anteriores va decayendo en intensidad. Su relación ya se da como vínculo estable en el centro y eso elimina el morbo y la curiosidad del respetable; ninguno entra ya en la categoría de soltero cotizado, y los buitres han de buscar carnaza en otras esquinas.
Por esos días, Cesárea disfruta de su última comunicación con el paisano. Resulta que con este vis ya cumplían su media docena de encuentros íntimos, y el Edgar no terminaba de convencer a la brasileña. Hasta que Cesárea, en esta comunicación, descubrió el motivo de su desconfianza. Y así se lo cuenta a su compañera de celda, Elisabeth María.
A pesar de tener un buen cuerpo y ser amable, algo de este chico no la convencía. Sus continuas cartas lograban engatusarla con buenas maneras y palabras, pero cuando se encontraban cara a cara en el vis-vis, algo en él la echaba para atrás; no obstante, se desfogaban a gusto, sin excesivo esfuerzo, en un caldo de sudores y carnes.
Uno de los motivos que a ella la mantenían alerta con respecto al paisano, era que a partir del segundo vis-vis, el tipejo, no contento con las posturas y modos que ejercitaban en sus desfogues sexuales, insistía en montarla por la retaguardia, a lo que ella se entregaba de mil amores; el placer del roce en esa postura era sublime. Pero no se trataba de de esa postura en sí la que el Edgar deseaba ejercitar, sino el cubrirla casi en oblicuo, a modo de jinete de jamelgo y penetrándola por la cavidad que ella no utilizaba para esas lides amatorias.