Las primeras insistencias del paisano a ese respecto recibieron un no rotundo por parte de Cesárea, pero ante lo reiterativo y baboseante que se mostró el suramericano, ella tomó una postura aún más intransigente. Hasta que en este último vis-vis, y después del primer coito, él retomó el juego de venga para acá, déjeme por allá, póngase así, póngase asá, y entre tontería y tontería, el paisano se había instalado en su parte trasera y ya empujaba sin vergüenza su aparatejo por el conducto erróneo, el de salida, que no el de entrada como ella esperaba. Furiosa se giró sobre si misma y con todo su gran pecho bamboleante y sus nalgas tersas por el esfuerzo, se enderezó sobre la cama y gritó:
-Fillo de puta, qué es lo que vose quiere?
Esta reacción pilló al Edgar desprevenido. De inmediato su terso pene plegó velamén y perdió en un instante su esbeltez y tamaño para retomar su figura habitual: canijo, blandengue y descolorido, mientras él permanecía mudo observando a esa amazona, algo entrada en carnes, con sus grandes pechos enfilados hacía él y expresión guerrera. Ante la postura y el silencio hostil de ella, él tomó asiento en la cama, en pelota picada, y la puso al tanto del por qué de su cambio de gustos y maneras amatorias.
Resulta que su anterior compañero de celda, un jovenzuelo francés de origen marroquí, lo introdujo, después de meses de convivencia y ascetismo sexual, en los vericuetos del amor entre iguales. Al comienzo el Edgar desechó la idea con negativas rotundas y deseos de pedir al funcionario un cambio de celda.