-Pero, es que no quiero ir a enfermería. No creo que esté maluca, sino…, no sé, mamada, mareada.
-Pues si no vas a enfermería, tendrás que ir al economato. Son las reglas. Lo siento –y con estas palabras la funcionaria da por terminada la conversación y se retira de la ventanilla.
Elisabeth María se dirige con pasos lentos y pesados al economato. Va despotricando por dentro contra la funcionaria, contra todas ellas. Siempre lo mismo; no se apean del burro. Tiene que estar una muriéndose para que le hagan caso. O va a la enfermería o al patio; no existen términos medios.
Cuando llega al destino, su compi se encuentra preparando todo para atender a la turbamulta de compañeras que ya hacen cola. Además, siempre son las mismas las que esperan en fila: las que apenas subsisten con el peculio o las machacas de las que tienen y ostentan. Las kies y ricas del módulo no hacen cola ni piden favores; para eso cuentan con las lumpen del patio, las machacas o las novias.
-Me encuentro maluca –le dice la colombiana a su compañera de economato. -Qué pena, ¿pero no le importa atender usted a estas vergajas? Es que yo no quiero discutir porque capaz que le nombro la madre a alguna.
Y así, ella, se pone a tirar cafés y se centra solo en ese trabajo, mecánicamente, sin hablar, soportando el peso de su cuerpo contra el saliente del mostrador de la cafetera. Aguanta el tiempo que permanece abierto el economato, y que su compañera, viendo como ésta se encuentra, chapa a la hora de haber aperturado. Entonces, Elisabeth María, se deja caer en la silla plástica, extendiendo sus piernas y abatiendo los brazos. Esa tarde pedirá permiso para ir a la enfermería; no se encuentra nada bien. De seguro algún virus maluco y malparido se ha introducido en su cuerpo, piensa mientras cierra los ojos y respira profundo.