Antes de irse, el tipo ojea con el rabillo del ojo a Elisabeth María, primero a la cara, para desviar acto seguido la mirada a sus piernas. Ella evita su mirada, junta las piernas y coloca ambas manos sobre sus rodillas. Cuando la espalda algo achepada del tipo desaparece por el quicio de la puerta, la colombiana suspira de manera ostensible. Las piernas le comienzan a temblar a pesar de estar sentada. Entonces, repentinamente, le sobreviene una necesidad imperiosa de vomitar: la tensión y los nervios han provocado una reacción ya de por sí latente. Se levanta como impulsada por un resorte y sale veloz al servicio.
-Oiga, dígame, ¿dónde están los servicios? –le pregunta a la primera enfermera que encuentra, tapándose la boca con ambas manos.
Le indican con un gesto el lugar hacia donde se dirige corriendo. Apenas alcanza a abrir la puerta, se inclina sobre la taza y devuelve lo poco que aún permanece en su estómago. En esa postura de sometimiento se encuentra, cuando escucha a través del resquicio de la puerta su nombre. Grita como puede desde su posición arrodillada:
-Acá, estoy acá. Ya voy.
Entra en consulta. Una doctora con unas gafas mal encajadas sobre su tabique, la perfora con un mirar acerado. A su lado, una ayudante toma notas en una libreta.
-A ver, ¿dime qué te ocurre?
-Pues, mire mi doctora, me he levantado con mareos y algo así como el estómago revuelto. Y he ido ahora al servicio a potar.
-Bueno, no tienes que ser tan explícita ¿Comiste algo anoche que te sentara mal, algo que recuerdes con asco? –pregunta de nuevo la doctora.