-Lo que no me cabe en la cabeza es vuestras insensatez. Estáis en la cárcel, sin apenas medios económicos, ni familia, en un país extraño, y vais y os quedáis embarazadas. Sí, Elisabeth María Cardozo, estás embarazada de casi cuatro semanas, pero, bueno, qué te voy a contar a ti que no sepas o por lo menos te hayas imaginado, ¿verdad? –termina de sentenciar la facultativa.
Elisabeth María, habitualmente tan locuaz y de rápida respuesta, permanece aún sentada con la mirada perdida, la boca abierta de par en par y los brazos colgando, inertes, como lastrados de plomo. La doctora la mira con un ademán entre burlón y curioso:
-Qué ocurre Cardozo, no me digas que no sabes cómo se queda una embarazada, ¿eh? –vuelve a comentar, pero en esta ocasión en tono jocoso, reduciendo la dureza de su voz.
-Pero, doctora, no puede ser, no es posible. Si siempre uso el cauchito. No, creo que no me han hecho bien las pruebas –asegura aún perdida en un limbo entre el pensamiento consciente y lo onírico.
-Mira, te voy a decir una cosa y con esto termino. Las pruebas se han realizado en condiciones, el resultado es el que es, y ahora eres tú la que has de enfrentarte al problema que se te viene encima. También te digo, que desde este momento te someteremos a los controles pertinentes, aquí y en un hospital en el exterior. Ya puedes marcharte; aquí tienes las pruebas –y así, sin más preámbulos, le coloca el sobre con los resultados de la analítica frente a ella, se levanta y cruza a la habitación aledaña.
-Si lo hicimos con el caucho, todas las veces se lo puso. No puede ser, doctora, no puede ser –mantiene de manera obcecada y con voz susurrante, pero ya nadie la oye, la han dejado sola con su dilema.