Él vuelve a tomarla entre sus brazos, a comerle la oreja a mordiscos, a introducir la mano en su entrepierna, mientras su ojo derecho se mantiene vigilante a lo que se mueve en la escalera. Ella se deja hacer, retornando algunas caricias y buscando el momento propicio para contarle; está acojonada, la pobre. Conoce de sobra los arranques del Filetes, aunque después todo se quede en agua de borrajas.
-Papi, papito, mire es que tenemos que hablar. Le tengo que contar algo que…-le susurra al oído mientras intenta zafarse de manera delicada de su abrazo de oso encelado.
-Ahora no, titi, que estoy en plena faena y en cualquier momento nos llaman a clase. Después me cuentas, o mañana, u otro día –le responde atacando de nuevo su cuello y provocando que se erice en ella todo su vello, el visible y el que no se ve.
-No, Filetes, acá y ahora vamos a hablar usted y yo. Déjese de vainas –le suelta desafiante, apartándolo con cierta brusquedad de su lado.
-Tá bien, tá bien, tronca. Venga, habla, a ver de que va eso que me ha cortado el rollito –le dice, plantándole las palmas de las manos frente a ella en señal de apaciguamiento.
-Pues…, no sé como empezar, porque lo que le tengo que decir tiene que ver con usted y conmigo. Pues la vaina es…
-A ver. Los que estén detrás de las columnas o en el pasillo, que entren en el aula; seguimos con la clase –se escucha la voz de la profesora, lejana.
-Venga, tronca, suelta de una puta vez lo que quieras contarme –insiste ahora el Filetes ladeando la cabeza para otear el horizonte.
-No, después de clase, que a mi las vainas de rapidez no me gustan. Además, si llegamos tarde nos sacan del curso –y terminando de decir esto y sin derecho a réplica, toma al Filetes de la mano y se encaminan al aula.