La colombiana sorbe, alargando en el tiempo, un largo trago de su tinto. Está acojonada, desconocedora de ese mundo de malevos en el que ella no se desenvuelve con soltura. Sí, humilde nació, vive y morirá, de eso no le cabe la menor duda. Y sí, en Colombia hay una violencia verraca de la cual ella ha vivido muchos episodios en el barrio y en su ciudad. Pero de ahí a estar mezclada con gente torcida y maluca, eso no; pobre pero sana. Todo esto le pasa por la cabeza mientras a su vez elucubra como plantear el temita a la gitana para evitar que ésta salte y se la coma.
Toda ella tiembla por dentro, hasta una imperceptible tiritera se puede apreciar en el vaso plástico que se dirige a su boca. La de enfrente le impone: por volumen, por su jeta mal encarada, la mala follá que carga y su peligrosidad congénita.
-Pues…, mire…, Patri, quería hablar con usted, porque una paisana del Pueblo quiere…
-Pero…, no me cascarás de la Paisa, ¿no?, porque ansina me piro, ¿eh? –le corta la romaní enderezando sus grasas en el asiento y apoyando sus manazas ensortijadas de puro oro sobre la mesa plástica.
Elisabeth María recula hacia atrás mientras observa el anillaje tremendo que envuelven los dedos morcillones de la contraria. Y eso que acá esta prohibido andar con joyas, piensa para si la colombiana.
-Mire, usted sabe que nosotras, las suramericanas, nos juntamos en grupo, igual que ustedes las gitanas andan siempre juntitas. Y si una paisana me pide un favorcito, bueno, yo trato de colaborar, de bien, claro.
-Mi vas a soltar de una puta ve de qué estamos aquí, ej que me se está hinchando el chocho. Disme, disme, ¿qué quieres? –vuelve a insistir la gitana apoyando ahora sus grandes ubres sobre el plástico descolorido de la mesa.
-Pues le voy a decir, mija. Que la Paisa no quiere que usted se la quiera levantar. Ella quiere ser compi suya, pero nada más. Y yo quería… -no termina la frase debido al golpe que recibe al desplazarse la mesa contra su cuerpo.
La calé se levanta de un solo tirón como si de un campeonato de pesas se tratará. Asciende, iracunda, toda su mole de golpe, mientras entre aspavientos de sus formidables brazos embiste la mesa y todo lo que detrás de ella se encuentra.