La Nochebuena y la Navidad transcurren para Elisabeth María como dos días habituales, sin ningún cambio aparente salvo la comida y las felicitaciones de las enfermeras y de los facultativos que por su estancia desfilan. Sin embargo, el 25 de diciembre y por una artimaña de su abogado, suena el teléfono. La voz cascada de su madre reverbera al otro lado del océano.
-Mijita, ¿quí hubo, cómo está? Me ha contado el doctor que se encuentra en el hospital. ¿Qué ocurrió, mija?
Un silencio se adueña de la línea. Por fin se ve capaz de responder.
-Quí hubo, mamita. Acá, en el hospital, pero no se me preocupe, que estoy bien. ¿Cómo siguen ustedes?, ¿y Rubén José y Marta Patricia?
-Todos bien, mijita. Ahorita se les paso. Pero dígame, porque estoy muy preocupada, ¿la están cuidando?, ¿y los doctores la atienden bien? –pregunta con tono interrogante la anciana?
-Sí, madre, sí, pero páseme a mis hijitos, por favor pásemelos. Ah, mami, y feliz Navidad para todos –termina con voz apagada la colombiana.
-Y para usted, miji…, ay, no puedo, ay… -y un lloriqueo lastimero traspasa 8.000 kilómetros de distancia.
-Mami, mamita, soy Marta Patricia, ¿dónde estás?, ¿por qué trabajas tanto y no vienes con nosotros? –pregunta una voz infantil, mientras en el trasfondo se escucha otra, algo más grave: