-¡No, déjame a mí, yo quiero hablar con mi mamita, déjame tonta, yo primero!
A Elisabeth María se le bloquean las palabras en la garganta. Con un gran esfuerzo y lágrimas que comienzan a escurrírsele, afianza su posición.
-¡Chinitos, dejen ya la peliadera! Quí hubo, mijita, ¿cómo esta mi bebita querida?
-Bien, mami, pero quiero que vengas a casa y me…-la voz se va por un momento para aparecer de inmediato algo más masculina.
-Mami, mami, soy Rubén José. Esta güevona no me deja hablar. ¿Cuándo vienes? Es que no queremos estar sin ti.
La colombiana intercambia algunas palabras más con sus hijos, aunque sin lograr dominar sus emociones. El último resquicio de amor y de persona se lo reserva a ellos y a su madre; del resto, pocos sentimientos quedan, apenas para no asemejarse a un témpano de hielo. Su experiencia paterna, el maltrato sufrido a manos de su antiguo marido, el engaño por el que fue detenida, la relación vivida con el Filetes, el año y medio de cárcel, casi dos, y la última experiencia, frenteando cara a cara la muerte y perdiendo a su hijo en esa contienda, han vaciado de valores su interior. Finaliza la conversación y cuelga, tumbándose de nuevo y dejando vagar su mirada sin un propósito aparente, carente de intención, apenas con un halito de vida interior.
En el módulo, la etapa navideña se vive de manera similar, apareciendo a flor de piel los sentimientos más ocultos. Los días 24 de diciembre por la noche, el 25 al mediodía y el 31 –fin de año- a la cena, el menú cambia para satisfacción del personal que se ceba a langostinos, carne, dulces y lo que se tercie, entre ello, los cigarrillos que regala el cura al que asista al culto el día de Navidad. Eso respecto a lo superfluo, lo único que mamá Estado obsequia en estas fechas a sus criaturas descarriadas, ya que el régimen, los horarios y las actividades poco cambian.