No duerme la siesta, tampoco durmió anoche, comida por los nervios e infinidad de pensamientos que se cruzaban en un duermevela caótico. El porro la tranquiliza. Apenas en una hora, sobre las cuatro de la tarde, la llamarán a Comunicaciones. Aún no las tiene consigo, y la excitación que debería de sentir, la ha abandonado días atrás, desde el instante en que tuvo noticias del dichoso Vis-vis. En su lugar aparecieron los nervios y las dudas que no la han dejado hasta el momento presente.
Comienza a vestirse. Todo se encuentra sobre su cama, la litera de arriba, colgando por el lateral, para que ella, con su estatura andina, pueda verlo y combinar las prendas sin problema. Se quita la bata y permanece ahí, frente a la litera, desnuda. Ve como Cesárea, tumbada como la maja de Goya, la observa. Intercambian una mirada. La de Elisabeth María, de duda, la de Cesárea, no la identifica, quizá de deseo o de pena.
Toma los cucos de encaje que ella guarda para alguna ocasión especial y se los ajusta, con cuidado para no perder el equilibrio. Después se encaja el sujetador negro, prestado por su compañera, como puede, colocando primero su pecho izquierdo, después el derecho en las cazuelas. Quedan algo sueltos, aunque imperceptible a una mirada novata; Cesárea los tienes más voluminosos que los suyos.
Se sienta en la silla e introduce la pierna por una de la medias hasta el muslo. Repasa el trabajo varias veces deslizando ambas manos sobre la lycra; después realiza un proceso idéntico con la otra. Se coloca la camisa, mientras la abotona frente el pequeño espejo de plástico colocado sobre el lavamanos. Toma la falda de la cama y se la ajusta a la cintura; algo corta, piensa, mientras calcula lo dos palmos de distancia que hay entre el borde de la falda y su rodilla. Cesárea sonríe y le dice, corta chica, bien cortica.