Vuelve a sentarse para introducir los pies en los zapatos. Éstos sí le quedan a la medida de sus pequeños pies. Cuando se endereza, se planta frente al espejo para maquillarse. Se empolva la cara, perfila sus labios para a continuación pintarlos de un rojo carmesí, dibuja la línea sobre el parpado, se aplica la sombra en los ojos y después el rimel de la pestañas, para, por último, rociar la laca sobre el pelo mientras le da forma con una de las manos.
Se coloca el cinturón, la pulsera, la gargantilla y los pendientes. Se perfuma, y cuando cree dar por terminado todo el proceso, se gira y abre los brazos con una sonrisa frente a Cesárea:
-¿Cómo me veo, mijita?
La otra mueve afirmativamente la cabeza.
-Bela, muito bela.
Vuelve a enfrentarse al espejo descolorido. Se siente satisfecha. Mira el reloj. Aún quedan veinte minutos para las cuatro de la tarde. Se sienta a esperar. Comienzan a conversar. Banalidades. Tiene que hacer tiempo sin percibirlo, distraerse, y Cesárea lo sabe. Le da palique.
Mira el reloj por décima vez. Las cuatro menos cinco. El estómago se le contrae. Su frente se perla con las primeras gotas de sudor. Se roza el pelo, nerviosa, aunque consciente de poder despeinarse. Siguen hablando, sin embargo, Elisabeth María lo hace como una autómata. Hace rato ha perdido el hilo de la conversación para adentrarse en el hilo de sus pensamientos, pero Cesárea continua entreteniendo la tensa espera.
Las cuatro. ¿Por qué carajo no me avisan?, piensa la colombiana para sí, al tiempo que consulta de nuevo el reloj. Se pone de pie y dirige sus pasos a la ventana. Mira entre los barrotes. No ve nada, solo mira al cielo y siente la tensión. Piensa en sus hijos, en su madre, en el vergajo de su ex marido, en el hijueputa de John Jairo, en la zorra de la Patri, en el nuevo tinterillo ese de Fernando Pamos, en Cesárea y su relación torcida, y en el Filetes. ¿Cómo estará él ahora?, ¿igual de nervioso que ella?, ¿se habrá arreglado como ella?, ¿ya estará en Comunicaciones esperándola?