Los trámites toman sus veinte minutos, ya que los tiempos del funcionariado se calibran de distinta manera al de los internos. Todos esperan ansiosos a que terminen con el control: el grupo de chicos, embutidos en sus mejores prendas y zapatos, el de las niñas, pomposas y sexys, y el de las familias y parejas, que fuera esperan tensas y agotadas por el desplazamiento que algunas de ellas realizan desde otras ciudades y provincias.
Suben primero ellas. Las distribuyen en los diferentes chabolos y las chapan. A continuación ellos. Solo dos realizan el Vis-vis con internas del Centro, entre ellos, el Filetes. Los demás esperan a sus familias o parejas del exterior. También los chapan. Por último entran los libres después de pasar por el arco; les pasan la raqueta y anotan sus datos. También comprueban que son los autorizados a realizar la visita, no vaya a ser que se cuele algún listillo.
Elisabeth María se ha sentado sobre la cama. Chirría bajo su peso. Agarra sus rodillas con ambas manos. Las piernas han cedido bajo la presión; los nervios pueden con ella. Espera anhelante.
Entonces recuerda cómo fue su primera vez. Como con catorce añitos se enamoró de su vecino, cinco años mayor que ella y experimentado en los quehaceres del amor y del levante. Wilder José, así se llamaba el man, era el gallinazo de su pandilla, él que se levantaba a todas las peladas del barrio. Y cómo no, Elisabeth María fue una de las tantas que cayó en sus redes. Ella enamorada, él, de gallinazo carroñero.