Ella sospechaba de sus probables dudas, de su más que cierta inseguridad. Pero lo que nunca podía pasársele por la cabeza es que el Filetes, ese que delante de todos los compis iba siempre de sobrado, demostrara en privado tamaña indecisión. Ella siente las mismas sensaciones que en esa su primera ocasión de a los catorce añitos, esas dudas, ese nerviosismo tan característico de la ignorancia. Y percibe que a su nueva pareja le ocurre algo idéntico.
¿De esto se trata? Esto es lo que había escuchado a ráfagas en el patio, esto del síndrome del amor con grilletes, un amor idílico, casi infantil, que se da dentro de prisión y en la época de la pubertad. Un amor que desaparece con la misma intensidad con la que aparece cuando el recluso sale en libertad o cuando el joven llega a su edad adulta. Un amor basado en una ilusión idealizada por el entorno, por la soledad, por la inseguridad, pero con pies de barro. Rara vez progresa o se mantiene una vez traspasada la barrera a una nueva vida; se esfuma como el éter, se evapora.
Todos estos pensamientos cruzan la mente de Elisabeth María, que aunque poco cultivada, mantiene su raíz instintiva a fuerza de sufrimiento y vivencias. Las dudas calman su libido. Arrastra al Filetes con ambas manos hacia la mesa y lo sienta. Le sirve una cerveza y ella se escancia una Coca-Cola en un vaso plástico. Comienzan a hablar. Al cabo del rato unen sus sillas. Continúan charlando, pero ahora tomados de la mano. Pasa el tiempo y la conversación no pierde el hilo, intercalando las palabras con besos cada vez más intensos.