Se separa de la ventana y se sienta sobre la litera de abajo. Apoya sus codos sobre las piernas, tapa su cara con las manos y comienza a llorar desconsolada. No disimula ni siquiera el ruido de sus suspiros; tampoco la van a oír.
-Ay, Diosito mío, ayúdeme por favor. Ya no sé que hacer. ¿Qué tan maluco he hecho en mi vida para que me pase esto? ¡Dios, mamita, hijitos, ayúdenme, por favor, estoy sola!
Mientras llora sigue hablando para si, implorando a sus seres queridos por un poco de comprensión, porque alguien la escuche, porque su Dios se apiade de ella. Restrega sus mejillas mojadas con las manos. Aún siente el dolor de la bofetada del Filetes. Los recuerdos vuelven a adueñarse de su mente.
Recuerda las tundas que ya de pequeña le propinaba su papá cuando llegaba jincho de aguardiente a casa. Pero no solo a ella. A todos, incluida su mamá. Ésta se llevaba la peor parte, pero callaba. En cambio ella gritaba como un marrano cuando la golpeaban. Por eso, cuando a su papá lo mataron en una balacera, apenas lloró. El alivio llegó a la casa, y aunque su madre tuvo que trabajar más y sus hermanos y ella también, la tranquilidad les compensó .
Después, cuando se casó, pensó que la felicidad, por fin, había llamado a su puerta. Su marido era trabajador y cariñoso, pero dos pequeños defectos que no alcanzó a ver en un primer momento, terminaron por aflorar con tremenda fuerza destructiva. No podía evitar salir con sus amigos del barrio los viernes por la noche al boliche de una zona cercana. Allí se ahogaban en aguardientico y, una vez borrachos, buscaban refugio en casa de la Rosa, el club de la zona.