Así llegaba de amanecida de sábado a casa, jincho de la perra y oliendo a perfume barato. Y cuando ella lo amonestaba, su talante cambiaba de golpe y la emprendía a juetazos con Elisabeth María. Con el tiempo aprendió a callar, a soportar las vejaciones, las palizas y, de cuando en cuando, alguna penetración no consentida. Todo por no despertar a los peladitos y que se percataran de lo que en casa ocurría.
Por eso, el día que él los abandonó, quedaron vueltos mierda, los peladitos, claro está. Ellos idolatraban a su papi, del que solo veían bondades. En cambio, Elisabeth María, por fin retomaba su rol de persona, sin apenas medios económicos, pero con la ilusión de vivir de nuevo la libertad de la soledad sin agresión. Sus hermanos se habían ido ya de casa de mami, ambos casados. Por lo que propuso a su madre, y con el fin de habitar una sola vivienda y ahorrar en gastos, vivir junto a ella. Aceptó. Y a pesar de la escasez material, la pensión de la anciana y el nuevo trabajo como cajera de un supermercado de ella, les daba para vivir, ajustadas, pero a fin de cuentas vivir, y sin agresiones.
Por ello, la reacción del Filetes bloqueó sus sentidos. Sí, ella lo había agarrado, insultado y provocado, pero él no debió… No sé cree capaz de volver a mantener una relación violenta, no. No la desea. Aunque se encuentra tan sola, tan necesitada de afecto...
Suspira mientras sorbe todo lo que baja por su garganta. Abre la bolsa de higiene y extrae un rollo de papel higiénico. Es duro, rasposo. Desenrolla un trozo y lo pliega. Comienza a sonarse la nariz, cuando la trampilla de la puerta se abate y una fracción de un rostro aparece al otro lado de la plancha metálica.
-Economatero, ¿quieres algo?