Se queda tan sorprendida al oír por fin una voz, que tarda un rato en reaccionar. Toma el papel higiénico hecho un gurruño, se lo pasa rápidamente por la nariz y los ojos para secarse el resto de humedad que le queda, y lo esconde debajo de la manga de su jersey, lugar habitual donde los tahúres de póker esconden sus cartas marcadas o donde las abuelitas introducían sus pañuelos de encaje después de sonarse.
Entonces se acerca a la puerta mientras se palpa las bolsas hinchadas de los ojos después de la lloradera –aún conserva su feminidad intacta a pesar del lugar donde permanece recluida y al desdentado al que va a su encuentro- y agacha su cabeza para enfrentarse a él.
-¿Qué es lo que tiene? –le pregunta con la voz tomada.
¿Qué es lo que quieres, maja?
-Hmm, pues no sé. Algo para alegrarme. Déme una chocolatina, un jugo de alguna vaina y unos yogures.
El desdentado saca del carro los productos y se los va pasando a través de la trampilla. Es de de unos treinta años, más bien delgado, pelo largo, ojos claros y… la verdad, que este pelao ha tenido que ser bastante buen mozo, pero la vaina de los dientes…, seguro que por la droga; qué lastima, piensa ella para sus adentros, animándose con esta pequeña alegría que le aporta este lugar triste.