Se acostó con el recuento y despierta de idéntica manera. Y vuelve a dar un salto en el catre al golpe de llave y grito de, ¡recuento! Y vuelve a estirar el brazo para que la vean, y de nuevo observa como el ojo observante se retira de la mirilla. Ya conoce la rutina, aunque en este medio extraño le resulta aún chocante.
La lloradera de ayer le ha pasado factura. No solo ha dormido de un tirón las once horas entre recuento y recuento, sino que al asomarse al espejo borroso, de su rostro solo ve ojeras. Son tan pronunciadas que opacan el resto de sus facciones. Se viste a la espera del desayuno. Y este llega con cajas destempladas a eso de las nueve; la misma rutina de ayer noche, con la diferencia del tipo de alimentos: café con leche ya mezclado, una barra de pan, un estuche de margarina y otro de mermelada, y una madalena.
Así pasa la mañana. Girando en redondo como una tigra enjaulada a la espera de una cita que en la calle sería baladí, pero aquí, se le va la vida en ello. Cuando por fin se abate la trampilla y el desdentado suelta el común, ¡economatero!, ella salta hacia la puerta en busca de un escape irreal. Realiza su pedido como el día anterior y cuando todo el intercambio comercial llega a su fin, Elisabeth María le desliza la nota de manera discreta. Entonces, ante su sorpresa, el destino le suelta:
-Encontré a tu compi ayer tarde. Y me envía esto para ti –y mientras le pasa a su vez una nota, gira al igual que ayer su cabeza de un lado a otro; no, no hay moros en la costa.
-Me debéis una los dos, compi –y dicho esto cierra la trampilla.
No tiene tiempo de agradecerle su labor como correo clandestino; ya lo hará más tarde. Toma la nota del Filetes y se acerca a la ventana para absorber más luz, toda la luz que pueda iluminar la nota que espera ansiosa. La abre y comienza a leer.