El resto de la mañana se le pasa rápido, hasta que a eso de la una de la tarde oye movimientos en el pasillo. Vuelve a escuchar el ruido de los pasos, el sonido de la trampilla abatiéndose, el aviso de, ¡comida!, la bandeja entrando por la ranura y el cierre brusco de la misma trampilla. Come con más ánimos que la noche anterior, hasta le encuentra un buen sabor a la ensalada y a las patatas guisadas con carne bañadas en ese caldillo grasiento de color ocre que tanto repelús le causa cuando todos los martes se lo sirven en su bandeja.
Una hora más tarde vuelve a oír pasos. Vendrán a buscar la bandeja, piensa. Pero en lugar de oír el ruido de la trampilla, la puerta se abre y aparece una funcionaria, cuadrada, en el dintel de la puerta.
-Cardozo, al patio.
Se sorprende tanto, tan inesperada le llega esta breve salida -ya que ha escuchado que las bajadas al patio de los parteados es de una hora, en ocasiones, dos-, que no se le ocurre otra cosa que decir:
-Un momentico, señora funcionaria, que voy a arreglarme.
Se planta frente al espejo donde apenas se reconoce y endereza sus pelos. Entonces, cuando va a aplicarse algo de colorete sobre su pálida faz, recuerda que todo su avituallamiento embellecedor se quedó en su chabolo. Se pellizca por ello los carrillos a fin de sacarles algo de vida, de encenderlos.
-¡Pero qué hace Cardozo! ¿Adónde cree que va, a un baile de gala?
Ande, salga ya que voy a chapar.