Y la pobre colombiana sale disparada, sin acicalarse ni cambiarse, ella, habitualmente tan preocupada por su aseo y pendiente de su imagen. La conducen al diminuto patio. El mismo que ha visto desde que ayer llegara al módulo de Aislamiento. Comienza a pasear, sola, observada a lo lejos por la funcionaria.
Menuda hartera esto de estar sola, sin poder hablar con nadie, paseando como una güevona… No me extraña que no tenga que arreglarme para nadie, ya que nadie me ve, ni me escucha, quizás ni me piense y…
-Psss, esa moza –oye desde lo alto.
Se para en seco y eleva la cabeza. Al primer vistazo no ve a nadie. Su mirada comienza a vagar de un enrejado de ventana al otro y así discierne algunas jetas adheridas a los barrotes, mirándola con curiosidad, seguro que también con deseo. De uno de ellos emerge un brazo, una mano que atrae su atención.
-Elisabeth María, que soy yo, el Filetes. ¿Cómo te va, tronca?
-Déjeme en paz, vergajo. La próxima vez que quiera hacerse el machito, hágalo con una malparida de su barrio, pero no conmigo. No quiero hablar con usted –le suelta desdeñosa mientras mira hacia donde se encuentra la de azul. Por suerte se mantiene ocupada fumando un cigarrillo junto a otros dos funcionarios.
-Joder, tía, que ya te he pedido perdón. No es para tanto, venga, no te hagas la dura…
-Menda, que la piba ya te ha dicho que pasa de tus huesos. Qué la dejes en paz, compi –suena una voz desde otra ventana.