Miércoles, 31 de agosto

Ni con las insinuaciones que me hizo ayer la Paula se me ha puesto morcillona. Sí, se me pasa por la cabeza pensar en un revolcón con ella, porque está de un bueno… pero ni con esas. Estoy obsesionado con mi mujer, desquiciado.

Llamo a su móvil, ya que no está en la keli, pero sí en M-A-R-B-E-L-L-A. Tarda en responder. Estoy de los nervios; la mano me tiembla, mi garganta se ha secado. Se escucha el clic de la comunicación. Espero su voz.

-Papá, hola, papi. ¿Ande estás? –responde mi hijo, relajándome, alegrando mi oído, pero enervándome por oír su voz, no la de ella. 

-¡Hola, mi niño! ¿Cómo estás?, y tú mami, ¿dónde está? –pregunto alegre, aunque cauto.

-Toi bien, papi. ¡Mamiiiiii, e papi, ponte! –escucho la voz de mi hijo dirigiéndose a su madre, mi mujer, la amante de mi abogado y…

-Dile a tu padre que estoy ocupada. Que vuelva a llamar otro día, o que no llame –responde con voz lejana, susurrando el desprecio final.

Antes de que mi pobre hijo diga algo, le comento que tranqui, que ya la he oído. Mientras termino de hablar con él, mi tripa se retuerce, se me va el aire. Apenas vocalizo las palabras y mantengo con dificultad un tono alegre. El suplicio termina cuando la comunicación se corta. Adoro a mi hijo, lo quiero por encima de todo… pero por su madre, me dejaría matar. He llegado a tal punto de desesperación y obstinación, que si Patricia me lo pidiera, podría hasta pasar de mi hijo, tirarme de la torre más alta o dejar todo por ella. Esto no es sano, es enfermizo.

Me meto en el tigre y comienzo a golpearme la cabeza, a gemir, a gritar de manera contenida, a… alguien entra. Son dos compis. No me ven. Se acurrucan y comienzan a calentar un aluminio. Se dan al esnife. Entonces aparezco. Me ven el careto y me dicen que me acerque. Me acuclillo y aspiro el humo. Después doy las gracias y me piro, fatal, con ganas de vomitar, ido, volado y pálido.