Miércoles, 12 de octubre

Hoy es el día de la puta fiesta del desfile nacional; creo que también se llama la de la Hispanidad. Los avioncitos de los cojones no han parado de dar por el culo durante toda la mañana.

Pero si estoy cabreado y me jode el tema es por mi chaval. Lleva un par de años señalando los aviones en cada ocasión que se celebra el puñetero desfile, y el año pasado le prometí que en éste iríamos. Si hay algo que me cabrea de verdad es no cumplir con mis promesas. Cada vez que escucho en el día de hoy el rugido de las turbinas y miro al cielo, pienso en mi hijo, aferrado a mi mano, observando desfilar a la legión, a los tanques y demás vehículos acorazados, a los camiones con misiles, y sobre todo, a los cazas surcando el cielo de Madrid. 

Pero también, y como gran parte de la peña de todos los patios de los centros, vemos pasar los aviones, nuestro único vínculo con la libertad, el vehículo ideal para viajar lejos de la tristeza y penuria que vivimos en estos lugares.

Por la tarde se me acentúa el bajón cuando llamo por teléfono a casa.

-Papi, papi, he visto viones que cían mucho ruido. Tú dijiste que vamos a ver los viones juntos. ¿Dónde estás?, ¿por qué no vienes para ver viones y tanques? Tú dijiste, papi.

Un nudo se me forma en la garganta; apenas puedo responder. Las palabras me salen a trompicones.

-Perdona, mi niño, pero papá está trabajando muy lejos y hoy no ha podido ir contigo a ver el desfile. Creo que el año que viene, creo… estaremos juntos viendo los aviones y los tanques.

-¿Y la oveja con gorro, papi?; a esa tandién quieo verla. ¿Pero es mucho tiempo cuando tú vienes conmigo? –vuelve a preguntar curioso.

-Sí, si, pero la oveja con gorro es el carnero de la legión. Y lo del tiempo… no sé, mi niño, porque mis jefes me tienen trabajando mucho y no tengo tiempo de nada. No sé cuando iré.

Cuando cuelgo, los ánimos también me cuelgan, por los suelos.