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DIARIO DE UN PREVENTIVO

Martes, 13 de diciembre

Me ha llegado el parte: se trata de una sanción leve. Y todo por la maldita doctora de los cojones que me la tiene jurada. No me volveré a poner enfermo, y si lo hago, me informaré antes sobre quién realiza la guardia médica en enfermería. 

El funcionario que me entrega el parte me aconseja que me tranquilice, que no me cambiarán de módulo ni perderé el destino; que con la privación de un par de paseos será suficiente, dado que el parte es el más leve posible; la doctora no ha podido recordar con que tipo de insulto le había increpado. El tío se ríe, como quitando hierro a la gilipollez del parte. No obstante, lo recurriré.

Esta tarde patieamos unos cuantos, cuando el nuevo etarra, Urrisola, se pone a jugar frontón con su compi de chabolo. Mientras, el tercer etarra, el estudioso Carmelo Almorzo, con el único que se puede establecer algún tipo de contacto, se sienta cerca de ellos mientras lee. Es acojonante. No se separan ni a sol ni a sombra. Siempre los tres juntos, de arriba abajo, de abajo arriba, y sin mezclarse con el resto de los presos. Solo el Carmelo conversa de cuando en cuando con alguno del patio.

De repente llaman a uno de ellos por megafonía, por lo que el juego se para. Urrisola insiste en continuar con Carmelo, pero éste declina la invitación. En ese momento pasa nuestro grupo por ahí. Me entran las ganillas de echar unas bolas; agarro la raqueta del suelo, miro al Urrisola y le hago un gesto con la cabeza para que empiece el juego.

Durante unos instantes me observa dubitativo a través de sus gafas de ver. Después golpea con fuerza la pelota. Mis compis, que habían parado el caminar atendiendo a una escena un tanto atípica por estas casas, reanudan el patieo.

Al cabo de quince minutos regresa el otro vasco. Peloteo un par de bolas más para dejar después la raqueta en el lugar donde la había encontrado. Ellos continúan con la partida. A mí, el Urrisola, me ha baldaó de mala manera, eso sí, sin abrir la bocaza pá ná.

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