Submitted by jorge on Thu, 10/03/2011 - 07:23
Jueves, 10 marzo
Me despierto resacoso. Y no por pillar una cogorza, situación que no se puede dar aquí, sino por la noche transcurrida, similar a la experiencia que se vive en una montaña rusa. Un duermevela diabólico.
En el sueño aparecían mi madre y mi hijo rogándome que volviera. Yo les comentaba que no me había ido. Pero en el instante que trataba de besarlos, me desperté, tumbado y vestido en el poyete de hormigón de la celda, con la tenue luz de la bombilla alumbrándome y sin orientarme sobre el lugar donde me encuentro.
Otro desayuno tercermundista. Llevo dos días sin ir al servicio. Mi tripa se asemeja a una hormigonera. No me extraña. Entre los nervios y la comida…
El compañero de la cela de al lado me grita su vida. No me interesa, pero lo escucho. Es un caco, de bancos, de los que entran fusco en mano e intimidan al cajero para que les suelte la pasta. Es la quinta ocasión en que lo detienen, después de media centena de atracos.
Después del bocata del mediodía abren mi celda. Dos maderos me esposan y me introducen en un Megane. Salen follados en dirección a plaza Castilla, a los juzgados. Me encierran en los calabozos junto a una veintena de mendas.
Uno, colgado, pica la puerta y grita que está enmonado. Nadie le abre; ni puto caso. Al cabo del rato rompe un azulejo de la pared y se taladra, con su punta, un boquete en el antebrazo. Un manantial de sangre brota de la vena. El resto de compas pican alarmados hasta que abren y se llevan al pirao. Un rato después, alguien grita mi nombre.
Me encuentro frente al juez y mi abogado. El magistrado me hace unas cuantas preguntas, a las que me niego a responder. Me pongo de acuerdo con mi letrado y no declaro. La vista termina a los quinces minutos, con las mismas interrogantes de antes de comenzar. Me bajan al calabozo.