Submitted by jorge on Tue, 31/05/2011 - 08:23
Martes, 31 de mayo
Tumbado en el catre durante la hora de la siesta, rememoro los momentos mágicos de ayer.
Llegué con el nerviosismo propio del que intuye un acontecimiento inolvidable. Apenas llevé unas Coca colas y unas patatas fritas. Mis piernas temblaban del nerviosismo, ahí sentado junta a la mesa de plástico cutre. Y en cada ocasión que oía abrirse una puerta, mi estomago se tensaba, dificultando mi respiración.
Hasta que el clac, clac del portón metálico, que tenía a mi vera, se abrió. Una figura iluminada, cuyos contornos apenas distinguí, entró con una sonrisa que desarmó las defensas que aún podían quedarme. Nos fundimos en un abrazo y un beso que apenas recordaba, de esos de nuestras primeras épocas, de esos propios del amor juvenil, mientras la puerta se cerraba de manera brusca detrás de nosotros. En esta ocasión no hablamos, ni nos sentamos, tampoco nos preocupamos de beber y comer. Algo había cambiado. Pat llegó ayer con otra disposición.
En esa postura permanecimos un tiempo que no puedo determinar, mientras nuestras bocas se fundían, se amalgamaban en una sola unidad. Después… después, perdí la noción del tiempo y del espacio, abandonado como me abandoné a ella, al momento. Nos despojamos de lo que teníamos. Nos rebozamos en nuestro sudor, en nuestras lágrimas de emoción a la vez que de tristeza, en nuestro semén. Los recuerdos de nuestras primeras experiencias nos llegaron como una iluminación, y durante esa hora y media de goce, nos olvidamos de la monotonía del sexo de meses atrás, de cuando nos considerábamos felices en esa nuestra vida de pareja al uso, con nuestros trabajos, nuestras obligaciones, nuestras tristezas, y en especial, nuestra rutina, esa que la misma sociedad impone a sus miembros.
Ayer retornamos a nuestra juventud, a la perdida, y aunque ese viaje solo durara una hora y treinta y cinco minutos, comprendimos el verdadero significado de la palabra felicidad.