Miércoles, 3 de agosto

Ayer no fui al polideportivo. No tuvo que ver con la carta de Paula, ya que ésta me llegó por la tarde y al poli acudimos por la mañana. Pero tenía que hablar con Patricia y la cola del teléfono se alargaba que te cagas. Parece mentira que una puta llamada de cinco minutos aparque el resto de temas pendientes. Pero aquí una llamada es la vida, máxime, cuando mi madre me comentó que mi hijo tenía una fiebre muy alta y que no conocían el motivo. Llamé el domingo y el lunes, pero aún no podían decirme nada; estaban pendientes de hacerle unas pruebas.

Cuando por fin conseguí hablar con Pati, mi estado de nerviosismo estaba al rojo vivo. Pero después de que me explicara que se trataba de una bronquitis, que sí, que el niño estaría una semana enfermo, pero que no revestía gravedad, me desinflé con el aparato en la mano. Mi mujer se percató, a través de la línea, de mi preocupación, y su voz se suavizó. Y yo, pues que queréis que os diga, la incertidumbre de estos días, del no saber, del no estar al tanto minuto a minuto de la enfermedad de mi hijo, me estresó de tal manera, que cuando Patricia me informó de la realidad, me desplomé contra la pared y a punto estuve de soltar unas lágrimas. Pero estaba en el patio… y delante del personal, nada de nada. Duro como el hormigón, o esa es la sensación que se ha de dar.

Pues por este motivo no pude salir al poli a ver a Paula. Cuando terminé con los cinco putos minutos de llamada, que me dieron de nuevo la vida, la peña ya se había pirado.

Por ello, la carta de Paula me puso tan cachondo… al comienzo, porque una vez leída y oliéndome una persecución encubierta y taimada por parte de la suramericana, me acojoné. Eso no quiere decir que no me ponga y mucho, pero de ahí a liarme en serio con ella, como pretende la muy cabrona, ná de ná.

Aunque en el fondo de mi ser, y sintiéndome tan distanciado de mi mujer, con que la Paula me haga un par de arrumacos, caigo.