Empecé hace unos veinte años, cuando aún no estaba casado y me encontraba en segundo de carrera, sin rumbo y sin una chapa. Mi padre trabajaba en la prisión de Ocaña y me avisó sobre unas oposiciones a funcionario de prisiones. No debía preocuparme, me dijo, ya que el tenía un amiguete que me ayudaría a pasar las oposiciones sin problema. Y así fue. Joder, el trabajo no me entusiasmaba, pero estaba hasta los cojones de la carrera, tenía novia, necesitaba la pasta y bueno, el horario no estaba nada mal. Además, los funcionarios que entraban ahora tenían casi todos carrera, iban de buen rollo y no tenían el colmillo retorcido como los de la época de mi padre. Esos si estaban quemados, la mitad borrachos y la otra pirados, como el viejo.
El caso, es que ahora, veinte años después, ya he pasado por dos cárceles, por la de Ocaña y ahora, desde hace quince años, me encuentro en ésta. Y dentro de esta casa he pasado por casi todos los módulos, por los de los nenes buenos, los no tan buenos y los peores. Y ahora, como os decía, estoy en el módulo 1, en el de los peores, el de los duros, el de los Kies -como se denominan en estas casas-, el de los FIES y el de varios etarras y yihadistas, o sea, la creme de la creme de este centro penitenciario. Y no vayáis a pensar que este es un centro cualquiera, no, esto es una prisión de máxima seguridad, de castigo y construida especialmente a tal efecto.
Cuando llegué hace la friolera de quince años, jo, se dice pronto, en este lugar solo residían presos muy peligrosos, etarras y los que habían organizado motines y fugas; entonces aún apenas existían grandes narcotraficantes. Los suelos de los pasillos, escaleras y patios estaban pintados con rayas de diferentes colores, rayas que delimitaban las zonas de tránsito de los reclusos. Os voy a detallar como se coordinaba la vida de los internos desde su llegada al día a día habitual.
Nada más descender del canguro los recién llegados eran conducidos por un pasillo humano compuesto por nosotros, los funcionarios. Allí y mientras avanzaban arrastrando su bulto, les propinábamos una samanta de palos de aquí te espero. Cuando salían atontolinados y doloridos del pasillo de bienvenida, uno de nosotros los ponía sobre aviso: