A medida que los demás llegaban, iban parqueando los vehículos paralelos a los otros hasta tapar la vista de parte del galpón. Unos chiquillos en pantaloneta correteaban a una gallina y a sus poyuelos ante la puerta de la primitiva construcción. El frente del tenderete se encontraba abierto por un batiente de madera amarrado al tejado. Un vulgar tablón hacía las veces de mostrador. Detrás del tablero atendía un morocho, falto de dos incisivos, de pelo chuto y camiseta de tirantes que algún día pudo ser blanca. Algunos pidieron tinticos calientitos, los más, gaseosas, bollos y arepas. El hambre atacaba tras largas horas de trago, restituyendo las energías perdidas y el equilibrio menguado.
Roberto ya se encontraba negociando con un indio de facciones duras y pelo hirsuto, que apenas tapaba sus reducidas dimensiones con un descolorido pantalón y una cachucha que antaño fuera propaganda de algún equipo deportivo. Al rato, el organizador tomó un fajo de billetes de su bolsillo y se los extendió al indio. Éste dio unas órdenes a un par de pelaos acuclillados junto a un mango, que salieron escopetados para regresar a los pocos minutos con un primer par de cayucos que atracaron en los barros pestilentes de la orilla. Volvieron por pies para realizar idéntica operación hasta completar las cinco embarcaciones negociadas.
Aparecieron entonces, de no se sabe dónde, cuatro espíritus providenciales y de características similares al indio dirigente. Tomaron posiciones en los cayucos remo en mano, y sus enormes pies, anchos y oscuros, apoyados unos en el maderamen y los otros hundidos en el fango mucoso, aferraban los botes a la orilla.