Submitted by jorge on Fri, 06/08/2010 - 08:26
Decidí abandonar la prudencia de mi cargo, para interrogar con disimulo a mis dos incondicionales sobre los males de cuerpo o espíritu que aquejaban a la muchacha. No supieron darme razones, pero entrarían de estraperlo en sus intimidades, me confesaron.
No fue necesario. Terminada la jornada de un lunes cualquiera y cuando los demás habían abandonado el local, un ligero golpe de nudillos se oyó en mi despacho.
-¿Sí?- respondí y me pregunté, ido de mente y papeles, quién podía ser a esas horas y cómo habría entrado.
Asomó su cabeza por el resquicio de la puerta.
-¿Se puede, doctor? -susurró apenas audible.
Cómo no se iba a poder. Después de semanas de asedio infructuoso, por fin cedía, pensé, mientras mi otro yo no pensaba, engordaba. De repente, todo se alborotó de sensaciones; se rehacía el nudo estrangulando mis vísceras.
- Claro, claro, pase y acomódese.
Pasó y se quedó de pie. Recostó el peso de su cuerpo de manera apenas perceptible sobre el respaldo de una de las sillas.