Igualica a la cocina de la casa, pensó entrando en el chabolo. Ahora sí Su Casa, desde que el Pepe ya no estaba con ellos, aunque mirándolo bien, no sabía cuándo podría disfrutarla; mientras estuviera en el talego... Aún estaba demasiado aturdida para tener las cosas claras. Y sus hijos, pobrecicos, ¿qué sería de ellos, estando ella en esta situación?
- ¿Cómo te llamas?- oyó que le preguntaban desde la cama de abajo, sacándola de repente de sus pensamientos.
- Dolores, Lola para las amigas. Y..., ¿y tú?
- Encarnación, puedes llamarme Encarni, pero bueno, mejor patusamos mañana que estoy muy jodia y voy a echarme un sueño. Prepara la piltra de arriba y date prisa.
Hizo la cama en penumbras. De mala manera trepó hasta su litera y se tumbó bocarriba, piernas y brazos separados, como un espantapájaros abatido por un vendaval. Así permaneció largo rato. No podía conciliar el sueño. Pepe volvía a cruzarse en sus pensamientos. No encontró otra salía, era una desgrasiá y él, un mal hombre, se justificaba repasando lo ocurrido.
Cuando se casaron, ella de quince, el de dieciocho, la felicidad había rondado su hogar, aunque brevemente, el tiempo justo de quedarse preñada. Él no volvió a acercarse a ella durante los embarazos: ni una caricia, ni un mimo y de sexo, por supuesto, abstinencia total. Y así los cuatro embarazos, uno tras otro, sin tiempo para recuperarse, enclaustrada entre cuatro paredes y el Pepe, mientras tanto, realizando sus trapicheos y emborrachándose casi a diario con los demás hombres del poblado. Sin embargo, lo peor fueron sus regresos de madrugada después de las juergas. Insultos, gritos, bofetadas y al final la violación, sí, la violación en pleno hogar. Pues era una violación en toda regla, sin su consentimiento, forzándola a hostias y, cuando la erección no daba de sí por las cantidades de alcohol ingeridas, cualquier cosa servía. Los dedos guarros, el palo de la escoba o el garrote.