Y esa curiosidad me puede. Acepto que se mude a mi chabolo.
Bajo, de complexión fuerte, Robustiano había ensanchado de cintura para arriba a base de gimnasio y pesas. Desde el primer momento mantiene en la celda unas doscientas latas de atún y frascos inmensos de proteínas de Sansón. No obstante, de cintura para abajo sus piernas cigüeñeras no dan para más musculillo a pesar de sus esfuerzos de tirar kilos con ellas. Pero el que crea que el taponcito este, con su sonrisa perenne y buen talante puede ser de fácil ninguneo, yerra en grandes proporciones. Y así lo hace notar en el patio de la cárcel de Alcalá-Meco.
Con el pasar de los días va tomando confianza, él desconfiado por naturaleza. Pero mi discreción y su necesidad de confesar el pasado y sus pecados le fuerzan a soltar la lengua.
Es el cabecilla de un triunvirato líder en la distribución de la droga en Madrid. Controlan con el nombre de los Florida todo lo que se mueve en los gimnasios y discotecas de la capital. Pero hasta llegar a ello e imponer su ley subterránea, Robustiano ha tenido que ascender a mordiscos, cuchilladas y conjuras traperas en la difícil escala del negocio de la Dura.
Ya siendo infante, diminuto pero asalvajado, le gustaba coaccionar a sus compañeros de colegio y de acera por métodos expeditivos. No por ello se arrancaba de buenas a primeras con una descarga monumental, no. Su sonrisa cálida y franca solventaba la mitad de los posibles conflictos que apareciesen en su camino. Si a pesar de ello el problema persistía, su mano izquierda y modos sutiles terminaban por doblegar cualquier carácter huraño. Pero si ni siquiera ese método diplomático derribaba las murallas infranqueables de su, ya para entonces, enemigo, sus puños descargaban toda la furia contenida. Ya no había nada que hacer. Su agresividad controlada y su fiereza sanguinaria no cejaban hasta ver a su oponente doblegado, destrozado y, por fin, abatido.
A medida que el nene crecía estas maneras se acentuaron. Su madera de líder se pulía y esa misma disposición que mostraba en el colegio y la calle salía a relucir en el hogar. Fue por esas épocas cuando su padre tomó la determinación de abandonar mujer y tres hijos por una churri de pelo oxigenado, pero de sobresalientes nalgas y abrumadoras tetas: la esteticien del barrio. Robustiano, con apenas diez años, tuvo que dominar el ánimo que se escapaba por las rendijas del hogar. Soportó estoico el peso de sus dos hermanos menores y la acritud que se enquistaba con el paso del tiempo en el carácter de su madre. Ésta se puso a limpiar pisos para poder sacar a su prole adelante. Pero ni con ésas alcanzaban los dineros para todos los gastos que una familia de cuatro necesitaba. Las monedas del aguinaldo de los chavales dejaron de tintinear en sus bolsillos, apenas alguna perdida y sólo de vez en cuando. Fue entonces cuando comenzó a hacer pellas en clase en busca de algo que le permitiera colaborar con los gastos del hogar y tomar el relevo del padre que ya no existía.
A sus doce añitos descubrió que, en su barrio de Ventas y con una papelina de un polvo mágico y amarronado, ganaba mas parné del que mamá les asignaba en todo el año. Se la pasó uno de los mayores, al que él, meses atrás, salvó de una encerrona. Como recompensa puso en su diminuta mano ese regalo diabólico y le recomendó: véndelo rápido y sácale pasta a este polvillo. Algunos matan por él. Nunca olvidaría esas palabras y sólo más adelante captó todo el peso de su significado. Tal y como su amigo le indicó, lo endilgó de inmediato y por una buena suma al vecino del cuarto, el hijo de la Paca, un menda desaliñado y cabizbajo que él siempre sentía distante y sin rumbo claro.
Debido al mono que cargaba el menda y como quien no quiere la cosa, comenzó a realizar pedidos continuos de papelinas sueltas. Primero para él y con posterioridad para sus coleguis. Al poco de comenzar con ese juego de niños, se percató de que ese jueguecito no era tal, sino una posibilidad de futuro y un modus vivendi más que digno. Hombre, digno, lo que se dice digno, intuía que no lo era. Máxime cuando en una de las entregas al vecino, lo acompañó, a requerimiento del otro y debido a su malestar, a colocarse. Fueron a un descampado cercano a la plaza de Toros, un descampado de chamizos derruidos, maleza y charcos de pasadas lluvias. Vio cómo el vecino sacaba del bolsillo de su roída chaqueta una jeringuilla ya usada, una cuchara, una goma y un encendedor. Se acomodó sobre unos ladrillos y le pidió a Robustiano que le pasara la papelina. También le pidió que llenara la jeringa de agua, pero ¿de dónde, si por aquí no hay grifos?, inquirió el niño. Pues, de la charca, de dónde sino. Y así lo hizo, absorbiendo el interior de la jeringa el agua achocolatada junto con todos los detritos que con ella llevaba. No tuvo reparos el vecinito. Calentó todo el sofrito en la cuchara, se anudó la goma alrededor del brazo e intentó hacer diana con la aguja en una de las venas más abultadas. No tuvo fortuna en su primer intento. Es que la aguja está gastá, la muy cabrona, se disculpó el tipo con Robustiano por lo que parecía falta de experiencia. Al segundo intento atinó, aunque lo romo de la aguja provocó una escabechina y un chorreo de sangre que alcanzó al niño, quien no se amilanó, aunque esta primera experiencia lo dejara tambaleante. Pero su familia tenía que comer y nada ni nadie interferiría en su proyecto.
Esto despejó las incógnitas de su futuro y de la carrera en la que se doctoraría. Eligió la universidad más despiadada, la callejera, para cursarla, y sus estudios arrancaron sin pérdida de tiempo con esas primeras papelas tras las cuales pasó en poco tiempo a la bolsa de kilo y de ahí al macuto de muchos.
A los quince gobernaba su calle sin contratiempos hasta que dio con el distribuidor oficial del barrio, que no era dado a compartir mesa y mantel. Se lo había encontrado en varias ocasiones, pero para el Grande él apenas era un renacuajo al que no merecía la pena tomar en serio. Pero el niño se había hecho fuerte en un tramo de su calle, tenía clientes propios y ganaba una pasta gansa. Controlaba una caterva de chiquillos que se movían como diminutos fantasmas por las esquinas, recogiendo, entregando y cobrando, y apenas eran visibles entre el marasmo del tráfico de coches y peatones; los había ido abduciendo por goteo de las clases y los papis nada sabían de los cometidos que sus criaturitas realizaban entre calles.
Pero al ir creciendo en edad y territorio, lo inadvertido del pasado se tornaba molesto en el presente. Y ya con quince añitos daba sus últimos pasos de la infancia a la juventud y comenzaba a incomodar al Grande; había llegado el momento de atajar su deriva.
Y así, un día cualquiera y cuando el Moñi, mano derecha de Robustiano, se entraba en el portal de uno de sus clientes con cinco papelas bien encaletadas en un doble fondo de sus gayumbos, fue interceptado por dos armarios que dependían en cuerpo y alma del Grande. Lo agarraron por los bracillos y lo elevaron como un papel de fumar. Con un rápido movimiento lo dieron vuelta y así, colgado como marrano en matadero, lo zarandearon mientras caían las monedas, las chapas de jugar carreras, una goma de borrar, los cromos de una serie galáctica y una navaja automática.
-Mira este cabroncete, no nos llega ni al ombligo y ya con navajitas, ¿eh? Bien, listillo, ahora nos vas a decir dónde tienes encalomado el caballo -le inquirieron.
La sangre le bajó a la cabeza. Entre eso y los nervios que lo atenazaban, el color de su rostro había adquirido un tono bermellón. No obstante, trató de sobreponerse y jugar la baza del despiste.
-Pero, pero... si yo no monto a caballo. No tengo ninguno.
Un armario miró al otro con una mueca de interrogación. Seguía manteniéndolo sujeto por ambos pies, cercano al nivel del suelo. Le hizo una señal a su compañero mientras elevaba el paquete. De golpe, sin aviso y rápida como un soplo, una derecha gruesa y callosa se estrelló contra la cara del niño.
-Así que el nene se quiere cachondear de estos mendas, ¿verdad? Pues de este menda no se cachondea ni su puta madre y del otro, tampoco. Ansí, que si no quieres recibir una ensalada de hostias, desembucha. ¿Dónde cojones tienes las papelas?
Ahora sí notó que sus cojoncillos le bajaban hasta la garganta. La cara apenas la sentía y la cabeza giraba sobre sí misma. De nada serviría hacerse el valiente con este par de gorilas, pensó. Introdujo como pudo su mano por el pantalón y extrajo del zulo gayumbero las papelinas. Se las arrancaron de un manotazo mientras lo dejaban caer sobre sus espaldas.
-Y entérate, niñato, este territorio es de don Beto. Dile a tu jefecillo, ese mierdecilla enclenque con el que estás siempre, que hasta ahora el Jefe ha hecho la vista gorda por la basura que repartíais. Pero que, a partir de ahora, o lo deja o se acabaron las buenas palabras -lo increpó uno.
Antes de salir del portal, el otro se giró para soltarlo, mientras lo apuntaba con su índice:
-A la prósima te quiebro los huesos, chachi que sí –y dando media vuelta salieron del portal.
El Robus analizó con lógica madura que en el enfrentamiento no residía la solución del problema, sino muy al contrario. Por ello colocó a uno de sus niños de teta a vigilar al gran escualo y a sus rémoras, sus pasos y vaivenes. Así descubrió dónde se proveía el pavo en cuestión y decidió actuar en consecuencia.
Se presentó una noche con su triste figurilla frente a la entrada de un bar de copas. El portero paró de golpe su caminar.
-¿Adónde crees que vas, renacuajo? -preguntó mientras su brazo extendido mantenía a raya y sin esfuerzo al niño.
-Quiero ver al jefe.
El otro rió con sorna.
-¿Y tú quién coño eres para que el jefe te quiera recibir?
El niño sacó pecho y respondió sin pensarlo:
-Soy Robustiano, el de la avenida de los Toreros, y vengo a hablar de negocios.
El Puerta no creía lo que oía y se desternilló de risa.
-Pero, monigote, ¿tú de qué negocios puedes hablar con el jefe?
-Dígale, dígale al jefe que el Robus quiere hablar con él de negocios y... que yo soy el socio del Beto.
Intuía que se la estaba jugando. Había dado el nombre del "Grande" de la zona, del escualo al que quería desbancar, al que en ocasiones compraba la mercancía a través de un tercero, el que le cortaría las pelotas si se enteraba de este intento de puenteo. Se la tenía que jugar; o él o yo, pensó.
El otro lo fulminó con la mirada, pero dio media vuelta para internarse en el club.
Al rato apareció.
-Pasa, niño -y, girando sobre sí mismo, se internó por un pasillo seguido de Robustiano. Subieron unas escaleras oscuras que remataban en un corredor más estrecho que el anterior y escaso de iluminación. Al final del mismo se encontraron con una puerta.
El otro tocó, se apartó y lo dejó pasar. El joven no se movió.
-A qué esperas, enano, pasa de una vez. No te quedes ahí pasmao.
Entró, vacilante, en una habitación que espantaba de colores. Las paredes de un rojo intenso se vertían sobre una moqueta fucsia chillón. Un amplio escritorio de ébano reluciente reposaba sobre ella. Y frente a él, un sofá de color azabachado apoyaba su respaldo contra la pared. Como colofón final, y colgado a la vera del sofá, un cuadro paisajista de amarillentos girasoles barrocos. Detrás del gran escritorio, un sesentón de abultados carrillos, pelo repeinado y engrasado de fijador y raya a izquierdas, mantenía, sin embargo, unos diminutos pero profundos ojos clavados sobre él.
-Siéntate –le dijo mientras apoyaba sus manos regordetas, de falanges amorcilladas y cargadas de anillaje dorado sobre el tablero.
-Eres un chico listo, ¿eh? ¿Así que amigo de Beto? ¿Socio? Pues..., no me suena tu jeta y el Beto nunca me dijo que tuviera un socio, así que dime quién cojones eres y qué quieres.
Robustiano desapareció en el grueso sillón de invitados.
-Bueno..., yo..., ejem..., no soy amigo de Beto; no lo conozco personalmente.
Sí le compro algo sin que él lo sepa, pero... ¡soy mejor que él! -sentenció después de muchas dudas.
-Ja, ja, ja, pero qué cara tienes, cabroncete. Mejor que él ¿en qué?
-Pues... puedo vender más y mejor que él. Más rápido y tengo además la calle y...
Lo cortó con un ademán. Al jefe le resplandecieron los ojos.
-Entérate, muchacho, tú no tienes ná. No eres nadie. Tú eres un mierda que
puedo aplastar con solo presionar este timbre –exclamó, e hizo un ademán con su blanda zarpa por debajo de la mesa.
El niño empalideció, pero controló su nerviosismo.
-¿Te has enterao, pringao? Bien, ahora que las cosas están claras, dime qué me ofreces, a ver lo bueno que eres.
El chico respiró hondo. Habló:
-Yo, yo... sé por mis chicos lo que mueve el Beto y a qué precio y además… también sé que casi todo se lo deja usted fiado. Yo con mis muchachos puedo vender el doble que él y pago la mitad al contado. Pruébeme y verá.
De detrás de la mesa brotó una risa.
-Tienes cojones, niño, tienes cojones. ¿Y qué te hace pensar que voy a cambiar a un distribuidor serio, conocido y pagador, por un niñato como tú, que no conozco y que en caso de que no pague tendré que mandar romperle las piernas? Ahora duermo tranquilo, cobro y vivo de puta madre.
No se amilanó el niño ahora que había roto la barrera inicial.
-Pruébeme durante un mes y, si no le resulta, le pago y se olvida de mí.
Los ojillos quedaron inmóviles sobre los suyos. Le escudriñaban las entrañas con la mirada. El joven no lo soportó y apartó la vista.
-Me has convencío, chico, me has convencío y en especial por dos motivos: tienes razón. Beto ya no es el mismo de antes; se ha apoltronao y engorda con la buena vida. Además, tarda en pagar. Segundo: necesito sangre nueva en mi organización y, siendo joven como eres, quizás demasiao, tienes futuro en este negocio. Y hay una cosa más: si no te la vendo yo, la buscarás por otro lao, Beto terminará entrando en guerra contigo, y yo tendré que apoyarlo para salvaguardar mis intereses. ¿Me has entendío?
El chico asintió.
*Con este post voy a dejar por unos días la historia de "los Florida" para adentrarnos en otro relato taleguero. Nos os impacientéis, que pronto continuaremos con nuestros amigos "los Florida".
Al mes de esta entrevista el niño había doblado las ventas de Beto, pagado gran parte de la mercancía y solicitado nuevas cantidades.
La marabunta infantil que recorría las esquinas no pasó inadvertida a los ojos experimentados del Beto. Había perdido más clientela, territorio a fin de cuentas y antes de entrar en una guerra, tenía que recabar el apoyo del jefe.
Fue a verlo. Una vez acomodado frente a él, comenzó con sus lamentaciones.
-Mire, don Braulio, en el barrio hay un hijoputilla que lleva tiempo haciendo sus trapis, a pequeña escala, insignificante, pero de un tiempo a esta parte el muy cabrón se me está colando en mis calles y mis clientes y eso... no lo voy a consentir. Tiene merca de calidad y a buen precio. No sé de dónde coño la sacará el niño mierda ese... El caso es que hace un par de semanas mis hombres le dieron un meneo a unos de sus niños de teta. Pues no sólo no se ha retirado acojonado, sino que ha aumentado la venta, ha pillado más merca y tiene a todos sus cabroncetes merodeando mi zona. Venía a pedirle un par de hombres. Junto a los dos míos, acabaríamos con esa pandilla de mariconcetes y…
-Un momento, Beto. Me parece bien que no permitas que te birlen el territorio, pero lo que tengas que hacer, hazlo con tu gente. A los míos los tengo ocupaos en unos problemillas con los gitanos del Pozo, esa familia Jiménez de los cojones, y no puedo prescindir de ninguno. Búscate la vida -dijo apretando las manos frente a él.
Beto se desinfló. Contaba con la gente del jefe y ahora estaba solo.
-Jefe, son muchos los niños que trabajan con él... Mmm... Vale, empezaré por él y sus dos amiguetes de siempre. Cuando el resto haya visto lo que le ha ocurrido a su jefecillo, se acojonarán y seguro que se esfuman.
-Bien, Beto, bien, buena idea. Ahora lo siento, pero tienes que marcharte. Espero a alguien. Cuentas con todo mi apoyo. Adiós –dijo y le estrechó la mano mientras el otro se levantaba dispuesto a abandonar el lugar.
-Gracias, don Braulio, gracias. Lo mantendré informado -y así, con un suave balbuceo, salió.
Mientras se escurría por el pasillo sombrío, pensaba para sí: menudo cabrón. Que me da todo su apoyo y por poco me saca a las patadas de la ofi. Ni puto caso, pero eso sí, para cobrar, ahí sí, ¡cabronazo!
El teléfono sonó en la casa.
-¿Está Robustiano? -preguntó una voz masculina al otro lado de la línea.
-Sí, ¿quién lo llama? -contestó una mujer.
-Un amigo.
Al momento sonó la voz del joven al aparato.
-¿Quién es? -preguntó.
-Escucha bien. El Beto y su gente van a por ti y los tuyos –advirtió la voz. Colgó.
No esperó. Esa misma noche y antes de que Beto pudiera organizar a su gente, Robustiano y sus niños se llegaron a la zona de éste. Se repartieron por esquinas y portales. Esperaron. Al cabo de un par de horas el grueso matón apareció con sus dos lobos al acecho. Hicieron un corrillo de conversación y humos de tabaco a la espera de los compis de siempre. Los muchachos, armados de navajas, puños americanos y barras, esperaban la orden de Robus, que a su vez llevaba encaletado un fusco Astra en la parte trasera de su pantalón. Del corrillo comenzó a elevarse un humo de olores a hierbas, cuando un silbido recorrió la calle.
De repente, un enjambre antropófago rodeó al trío y, con una descarga animal, doblegó sus cervices y los revolvió por los suelos. No se defendieron; la sorpresa bloqueó su reacción. Patadas, golpes y pinchazos sangrientos los postraron en una pérdida de conocimiento de a tres. Un taxista que circulaba por esa calle dio el aviso chivato a la municipal. El enjambre desapareció como había aparecido, sin verse.
Sobrevivieron. Si bien Beto abandonó el hospital después de semanas de internamiento con una cojera más que ligera y que no desaparecería durante el resto de su corta vida. No pudo recuperar su posición en el barrio; tampoco lo intentó. Hasta el jefe optó por no contestar sus llamadas.
Mientras tanto, Robustiano y sus chicos se habían hecho con el control de todo y la distribución de heroína duplicó sus ventas. Sánchez seguía siendo el proveedor por el momento, aunque éste temía que la inquietud del niño y sus aspiraciones napoleónicas lo llevaran a buscar nuevos orígenes. No se equivocaba en mucho el viejo.
El niño, con el fin de imponer sus criterios también por la vía visual, empezó a frecuentar diferentes gimnasios. Su cuerpo esmirriado y de recortada estatura comenzó a adquirir volúmenes de artificio, eso sí, de ombligo para arriba, ya que de cintura para abajo, nada. Allí entabló contacto con los que poco a poco serían sus mejores bastiones de venta: los porteros de discoteca, lugares que, gracias al éxito y los dineros que acumulaba, visitó desde ese momento y con asiduidad; su corta edad y altura no impidieron su acceso a ellos, para eso tenía amiguetes hasta en el infierno.
Y así se entregó a una nueva vida de lujos, trago y droga, que a su vez le abría las puertas al de las mujeres de fácil amaño, y todo ello con apenas dieciséis añitos.
Incorporó al combo de niños de teta a su hermanito menor, el de doce. El mediano ya llevaba un par de años trabajando para él a pesar de la oposición de la mama. Ésta no terminaba de tenerlas todas consigo. Nada sabía de la ocupación de su primogénito, pero presentía que nada bueno se cocía entre bastidores. No obstante, no se excedía en el desempeño de sus funciones matriarcales, ya que su Robus mantenía, él solito, la casa. Ella había dejado la limpieza de pisos para dedicarse en cuerpo y alma a su hogar e hijos y, por qué no decirlo, el nuevo nivel de vida era de lo más holgado. Sabía por los profesores que los niños apenas acudían a clase, que a ella le contaban milongas de no creer y que el Robus andaba en compañías nada recomendables, pero qué iba a hacer la pobre mujer. Callar y resignarse.
Crecieron en años, en territorio y en…problemas. Así, Venancio, el mediano y ya de dieciséis años, provocó una tarde de copas y chicas un altercado en un billar de la zona y con un menda de más edad y envergadura que él. Pero Venancio cargaba una pipa, a pesar de que su hermano se lo tenía prohibido: la pipa solo en casos de urgencia, si no, la dejas en la keli, le había dicho. Él, en cambio, la usaba de siempre.
El Venan jugaba junto a dos de sus amigotes una partida de billar, cuando entraron dos pibes en compañía de otras dos, que además estaban de lo más buenas, como pensaron todos a una los jugadores. Siguieron, no obstante, con su partida y sus birras, sin desperdiciar ningún escorzo para lanzar ávidas miradas a las zonas erógenas de las nenas. Y así, después de innumerables lances y otros tantos devaneos, los ánimos por parte de los pibes acompañantes se caldeó, hasta que uno de ellos se acerco al Venan con un movimiento pendular de hombros francamente amenazante.
-¿Qué pasa contigo, compa? ¿Es que acaso te mola mi piba?
Venancio, reclinado sobre el tapete de juego y listo para golpear la bola, elevó la mirada de soslayo y sin moverse del lugar respondió:
-Pues... está buena tu churri. Y si no sabes aguantar que te la miren, búscate alguna que no esté maciza y punto.
El pibe reaccionó como todo hijo de vecino. Agarró el hombro escuchimizado del Venancio y lo apartó con brusquedad. A punto estuvo éste de perder el equilibrio. Se repuso apoyándose sobre la mesa mientras su diestra se desplazó rauda a la espalda. En un santiamén había agarrado el fierro y tenía encañonado a su atacante. La tonalidad de éste pasó del rosado encendido a un blanco mortecino, pero se recompuso ante la cara imberbe de su oponente y su esmirriado esqueleto.
-Para amenazar con un fusco hay que tener los cojones de usarlo, ¡maricón!
Lo siguiente que ocurrió en ese local se pierde en la confusión de cada uno. Unos cuentan que el Venancio le descerrajó un tiro en el estómago. Otros que ambos se enzarzaron en un juego de manos que acabó disparando el revólver e hiriendo mortalmente al otro. Algunos habían perdido la memoria en un colapso general de angustia. El caso es que el menda en cuestión fue atendido de urgencias a una llamada del Samur y trasladado, aún vivo, al hospital Doce de Octubre. Llegó fiambre, según se supo más tarde. A Venancio se lo llevaron detenido. Antes, los maderos tomaron declaración a algunos testigos, aunque la mayoría parecía que sufrían amnesia. Los del barrio se cuidaron de involucrar al hermano del Jefe en un asunto tan turbio.
Lo primero que hizo Robustiano fue acudir a uno de esos tinterillos marrulleros que mantenía en nómina para cuando alguno de sus protegidos se descarriaba o era pillado in fraganti con sustancias de consumo prohibido. Como bien le indicó el tinterillo, y a sabiendas de quién se trataba en este caso y lo grave de la situación, era recomendable hacerse con los servicios de un primer espada del derecho penal; él apenas se hacía cargo de las detenciones de poca monta y similares. Entabló contacto para ello con el despacho del penalista de Bremondez, un Robin Hood de la abogacía que defendía, en muchos casos desinteresadamente, al lumperío sin recursos. Había entablado hacía años una encarnizada lucha contra las mafias policiales y todo lo que ellas desprendían de podredumbre. Éste fue el motivo de que recibiera continuas amenazas y sustos de muerte en lugares y momentos inesperados. Sin embargo, no desistió en su empeño de defender los casos desahuciados por otros y de no abandonar a ninguna mula indefensa a las tramoyas de una justicia anquilosada.
Robus, y a sabiendas de que debía entrarle con la modestia propia de un desconocedor de los entresijos del submundo callejero, se entrevistó con el letrado y contrató sus servicios con los escasos recursos de que disponía la familia, adujo. Bremondez, después de estudiar el caso, visitar al acusado en la prisión de Valdemoro y sopesar la situación, estuvo en condiciones de vaticinar a Robustiano lo que podía esperar a futuros.
-Mira, tu hermano tiene la ventaja de ser menor de edad. Partiendo de esa base, lo demás depende de la instrucción del sumario y de los testigos que reúna la acusación. Pero de lo que no me cabe la menor duda es de la petición fiscal que harán: intento de homicidio y portar un arma de fuego sin su correspondiente permiso.
-Pero, pero, señor Bremondez, el Venancio se defendió del menda ese. Todo fue en defensa propia, como en las pelis, chachi que sí –corroboró resuelto el joven.
El abogado no pudo más que ocultar una sonrisa. Se había percatado de la madurez y dotes de mando del joven a pesar de su edad, aunque por otro lado observaba esa vena infantil propia de la incultura. Se conjugaban en él una variopinta gama de matices que no ocultaban, sin embargo, una personalidad dura y capaz de cualquier acción.
Bremondez dedujo, desde la primera visita de Robustiano, que el muchacho no era lo inocente que aparentaba ser ni que su condición económica sufriera un descalabro como éste le quería hacer creer. No obstante, mantuvo sus pensamientos ocultos a la vista de su cliente y continuó con la defensa de su hermano menor. Había un no sé qué en ese muchacho que le impedía rechazarlo como cliente.
-Bien, eso es lo que trataremos de demostrar nosotros, aunque tú y yo sepamos que no fue así.
La conversación entre ambos se mantuvo por los senderos de la estrategia defensiva y eso prendió con total claridad en los pensamientos pesimistas del chico.
Al Venancio, después de un año de prisión preventiva, lo soltaron afianzado por los 10.000€ que su hermano desembolsó sin ningún tipo de aspaviento. Organizaron junto a su abogado una buena estrategia de defensa y tras ello se sentaron a esperar fecha de juicio que, tal como vaticinó Bremondez, tardaría años de esos de contar con los dedos.
Mientras, la vida continuaba y Robustiano seguía creciendo en edad y negocios, poco en lo que al físico se refiere. Su estatura apenas incrementaba centímetros a su ya formado cuerpo de adulto joven. En cambio, sus músculos, caja torácica y demás se ensanchaban a ojos vista. Las pesas de los gimnasios, los anabolizantes y las vitaminas que traía en frascos descomunales de los Estates, dieron forma a su cuerpo de tapón, quizás en exceso. Sin embargo y, por más que se lo proponía, sus piernas, a pesar de tirar kilos y más kilos en tardes interminables junto a sus compis de gimnasio, no adquirían el volumen deseado. Tampoco importaba mucho. Las titis que se levantaba en las discotecas que frecuentaba al volante de su Porsche Carrera turbo, no miraban sus piernas, quizás algo sus brazos y pecho, pero sí con descaro su cartera y las papelas que les obsequiaba en los servicios de esos lugares. Eso provocaba que todas las madrugadas de fines de semana cargara con dos o tres pájaras en su flamante buga rojo y las llevara, colocadas y con narices destempladas, a un apartado apartamento de soltero oculto a los ojos de su madre y hermanos.
Era su retiro, su lugar de esparcimiento y refugio seguro. Nadie lo conocía y las que habían accedido a él, lo habían hecho en el coche de Robus, a través de callejones en penumbra y un montacargas que subía el coche hasta la misma planta de su escondrijo. Lo que ocurría con posterioridad detrás de esas gruesas paredes es fácil de imaginar. El Robus, de dieciocho años bien llevados, energía que supuraba por todos sus poros y bolsillo lleno, captaba los mejores bombones que acudían a los lugares de ocio. Y también a las más viciosas y más guarras. El habitáculo estaba compuesto de un buen salón, una cocina, un gran baño y un excelente dormitorio con una cama, ya no king size, más bien imperator size, donde el taponcete desaparecía como en marsupio de cangura. El resto del cuadrilátero podía albergar sin problema a tres nenas bien dispuestas.
Y todas las fiestas comenzaban de la misma manera. En la mesa del comedor colocaba un par de botellas de Moet Chandón, una bandejita con un polvo mágico y escamoso de color blanco y otra con polvos amarronados. De comida sólida, ni por asomo, ni falta que hacía, según pensaba el Robus. Las niñas, nada más cruzar la puerta, se tiraban en plancha a la mesa a embotarse las narices, aspirar humos dañinos y sorber el burbujeante champán al son de la música de los Chunguitos. El joven participaba también de la orgía de sensaciones a las que se abandonaban las nenas aunque, comedido, deseaba mantener una lucidez clara para el baño de multitudes a la que se veía sometido con posterioridad en la cama. Ya en el dormitorio, se transformaba en director de orquesta, dirigiendo su batuta a diestro y siniestro mientras las amazonas, elevadas por influjos químicos, se dedicaban a comerse todas sus carnes con avaricia de pobre. Al Robus le devoraban su animal con lujuria famélica a fin de hacerse con el trofeo, de a ver cuál engancha a este taponcete de oro. Pero la presa era escurridiza y de difícil atrape.
El negocio crecía a paso de gigante para alguien de piernas menguadas y diminuta zancada. Pero su habilidad para el manejo de la mercancía, de la gente y de los dineros lo catapultaba a un estatus nunca imaginado por él. No obstante, con el crecimiento también surgieron los problemas de cobranzas remolonas, excesivas compras de producto, su distribución y el control de todo ello. Si deseaba seguir creciendo debía crear otra estructura solo o en compañía de nuevos compañeros de viaje.
Esto lo impulsó a asociarse a dos valores emergentes del momento: Rogelio y Salustiano, dos personajes que, al igual a él, controlaban diferentes puntos de venta de la droga. Uno de ellos, el de los bares de copas y discotecas. El otro, parte del marrullero mundo de los gimnasios. Como colofón a dicha unión no podía faltarles un nombre singular, que a partir de ese momento no dejaría de extenderse con rapidez por las calles: los Florida.
El grupo percibió de inmediato que un nuevo producto se introducía gradualmente en la noche: la cocaína. Hacía furor y se vendía con suma facilidad y ello a pesar de su elevado precio. Robus lo utilizaba desde bastante tiempo atrás en sus fiestas privadas de apartamento y como carnada a las zorrillas de las discos. Tomaron las riendas y el control de la farlopa en la capital. En unos años se convertiría en el elixir de la eterna parranda. Se forraron. Sánchez pasó a un tercer plano, la heroína apenas se movía y la organización se zambulló en la distribución del polvo blanco.
Fue por esas fechas cuando Robustiano llegó a un acuerdo con un antiguo cliente suyo y propietario de uno de los gimnasios más concurridos por los porteros de los garitos. A pesar de ello, Jaime, así llamado el moroso, andaba remoloneando los pagos al Robus. Como aún quedaban cuentas pendientes de épocas pasadas, Robustiano decidió entrar como socio capitalista en el negocio; Jaime lo seguiría dirigiendo, valiéndose de su conocimiento y sus contactos y manteniendo la mitad de las acciones. Los otros dos socios del Robus, se abstuvieron de entrar en un negocio de poca monta y que sólo tenía que ver con el Robustiano y sus deudas de antes.
Gracias a los tejemanejes del Robus y de Jaime, el gimnasio se puso de moda entre los machacas de las pesas y los vanidosos del espejo. Entraban dineros a raudales que el joven dejaba acumular; su negocio de los polvos nasales le daba más que suficiente para llevar vida de sátrapa. Lo del gimnasio no dejaba de ser más que una diversión y otro modo de encontrar ganado para llevar a su escondite. No así para Jaime, su único forma de vida y que malgastaba en vicio de polvo y en polvos. Siempre vivía a ras, ordeñando la caja hasta secarla y entonces, sus largas falanges tomaban lo que a ambos pertenecía. La natural agudeza de Robustiano lo alertó acerca de lo que su socio de pesas llevaba entre zarpas, pero por el momento no deseaba tomar decisiones drásticas; mientras el negocio dejara beneficios y él disfrutara de sus instalaciones... ya tendría tiempo de apretar las tuercas. Todo en su momento.
En una de esas tardes de nubes plomizas, vientos de órdago y cuando comenzaban a caer las primeras gotas gruesas sobre el asfalto, Robus tomó la determinación de entrar antes de lo habitual al gimnasio. Había cancelado la cita semanal con sus dos socios de los negocios de a grande. No había encontrado el momento de llegar a casa para dejar la moto y coger el coche, y no deseaba empaparse. Optó por llamarlos y entrar al gimnasio. Para su sorpresa y a pesar de la hora temprana de la tarde, el lugar se encontraba a rebosar de humanidad y sudores. Y allí, entre máquinas y barras de pesas, se encontraba ella. Enfajada en una malla ajustada como guante al cuerpo, sus músculos se tensaban dando vida propia a la tela. Los pies firmes y enfundados en unas relucientes zapatillas Nike sostenían todo su escultural cuerpo que terminaba en una cabellera frondosa de color azabache. Alzaba en esos momentos una barra -sus manos enfundadas en guantes de cuero amputados de falanges- con 20 kilos a cada lado y con la facilidad y elegancia de una bailarina. Robustiano disminuyó el paso acelerado de la calle y se paró a contemplar a esa bella amazona que lo tenía obnubilado. Ella, ducha en las artes de la conquista y aprovechando los espejos que desde las paredes reflejaban todo, se percató al momento de ser observada con avaricia. No por ello depuso su actitud; más bien al contrario, calzó la barra con unos kilillos de más y siguió tirando, percibiendo aún más la tensión de sus fibras.
Él supo en el acto que se había perdido para siempre. Ahora quedaba por ver cómo de difícil sería la presa para alguien que, como él, todo lo obtenía a manos llenas. Llamó a Jaime para que le informara de la raza y demás características de la pieza, pero éste poco sabía. “No es de este gimnasio. Me comentó que el suyo estaría cerrado por reformas y que sí podía venir este mes. Por supuesto le dije que sí, nada más verla. Menudo pibón”, comentó el socio. No le agradó al Robus el último comentario. Ya sentía que le pertenecía en cuerpo y alma y a sus chicas no deseaba compartirlas, aunque ésta apenas fuera una paja mental del momento. Pocos datos aportaba su ficha de inscripción. Un teléfono fijo y su nombre: Lorena Ruiz Fanjúl. Mantuvo el cerco visual desde su despacho sin perder un movimiento de la nena. Por primera vez sintió vergüenza de compartir sala y pesas con alguien. Se sabía chaparro y sus piernezuelas... no lo ayudaban mucho.
Tan sólo cuando al cabo de dos horas ella se marchó, el joven salió y comenzó a tirar peso con sus compis de siempre. Su estrategia iba dirigida a la llamada de teléfono. Pero no resultó. Nunca se encontraba en casa y la señora que contestaba el teléfono se hartó de oír la misma voz que pronto calificó como la de persona non grata. Perdida la opción telefónica, comenzó a acudir a deshoras al gimnasio, pero por ese lado tampoco tuvo mejor suerte. Ella acudía de tarde en tarde, sin hora prevista y se marchaba al cabo de un rato. Esto provocó una mayor inquietud en Robus, que comenzó a merodear el gimnasio como fiera enjaulada. Dio orden de que se le avisara de inmediato cuando la damisela hiciera acto de presencia en el lugar.
Fue una tarde de miércoles: estaba reunido con sus muchachos, planificando una estrategia de reparto de mercancía, cuando sonó el teléfono. “Está aquí”, le dijeron. Colgó, se levantó y marchando hacia la puerta alcanzó a gritar, mañana continuamos. Se disparó a su Kawasaki ZX-10 y arrancó sin contemplaciones y en una rueda hacia su sueño.
Cuando entró, la distinguió de inmediato. Cargaba con otro modelito ajustado a su cuerpo, en esta ocasión de color fucsia. Se encontraba reclinada en la máquina ejercitando sus cuádriceps, elevándolos a la par y con un peso que no correspondía al que solían utilizar las chicas. Fue entonces cuando Robustiano pudo admirar la musculatura de sus piernas, sus muslos desbordantes y... su mirada clavada en él. Se dio cuenta de que su animal bramaba por salir de sus gayumbos y bajó la vista avergonzado. No se conocía. Él avergonzado ante una chica: en la vida. Pero así era. La visión de su cuerpo lo hizo empalmar; su mirada, avergonzarse. Estaba perdido. Sin poder moverse, no supo hacia dónde dirigir sus pasos. Cuando se percató de que la mirada de ella se había desviado, tomó con rapidez rumbo al despacho. Allí saludó a Jaime, que se encontraba en ese momento despachando con dos colegas. No obstante, Robus se percató de que había interrumpido; los ademanes nerviosos de Jaime a su entrada, la ocultación de algo en el cajón y el cambio de actitud y conversación de los visitantes, lo alertaron. Pero se encontraba en exceso ensimismado con la niña como para virar sus pensamientos hacia otros derroteros. Además, Jaime intercedió, como buen samaritano que presumía ser, de inmediato en su favor. “Como ves, te he avisado de inmediato cuando llegó la nena, ¿eh, Robus?” Éste, distraído y con la mirada fija en los muslos de la clienta, hizo un ligero aspaviento con la mano mientras respondía: sí, sí, muchas gracias, compi. Pero sus pensamientos volaban más allá del espejo que lo separaba de la sala de musculación. A pesar de darle vueltas y más vueltas, no sabía cómo entrarle. Había un no sé qué en la chica que imponía respeto. Nadie se acercaba a ella. Su madurez y porte, seguro que sería algo mayor que él, pensó, repelían la mayoría de los ataques de los guaperas del lugar.
En eso vio cómo uno se acercó a ella. Se trataba de Juan, uno de los Puertas de Capital y que él tenía en nómina para ciertos trabajillos no demasiado claros. Los celos arremetieron con toda su crueldad, carcomiéndole las entrañas. Le dirigió la palabra, aunque ella apenas reaccionaba. De repente, algo dijo él que provocó una sonrisa como respuesta. No lo soportó. Se puso en pie y apretó sus puños mientras maldecía su suerte. En ese momento una idea le vino a la cabeza. Se dirigió al vestuario, abrió su taquilla y sacó su ropa de entreno, también un pantalón de sudadera largo. Entonces fue directamente a la sala.
Observó cómo Juan seguía reclinado, una pierna sobre la barandilla, la otra fuertemente apoyada en el suelo, y hablando animadamente con ella. A la mujer parecía agradarle la conversación, por lo que Robus se escabulló hasta un ángulo en que ella no pudiera verlo, no así el Puertas. Al cruzarse sus miradas, Robus gesticuló con la cabeza en señal de, piérdete. El otro, ofuscado, trastabilló con el pie y se alejó disculpándose ante la muchacha. Con un gesto de extrañeza, ella continuó con su trabajo.
Juan se dirigió al despacho de los jefes y golpeó.
-¿Puedo pasar, Jaime?
-Pasa, pasa, Juan, no te cortes, tronco –contestó éste.
-Nada, pasaba por aquí... ya me cansé de tirar y os venía a hacer una visita. Ah, a propósito, ¿quién es la pava esa, esa de allí? –dirigió su índice en dirección a la chica-. Estaba de palique con ella y el jefe me ha hecho una señal de, puerta, ábrete.
Los otros tres cruzaron sus miradas y sonrieron.
-Nada hombre, la nueva piba del Robus, así que cuidadín con entrarle. Bueno. La nueva que él pretende que sea –respondió con expresión de coña el Jaime.
-Joder, pues ya podíais haber avisado. Le entré y ya casi la tenía lista. Hay que joderse lo que hace tener parné.
Mientras los cuatro departían en el despacho, Juan, con un gran mosqueo y los otros de cachondeo, Robustiano se había acercado hasta la máquina donde, recostada, la niña seguía con sus ejercicios. Tímido, se dirigió a ella.
-Hola, ¿te estaban molestando? –preguntó con un tono afectado.
La chica giró su cabeza a ambos lados y con expresión de intriga respondió:
-¿A mí? Qué va. A mí no me molesta nadie que no quiera yo que me moleste. Y tú qué: ¿vas de Robin Hu? -le inquirió con sorna.
Robustiano enrojeció. No sabía cómo reaccionar ante ese miura. Frente a cualquier menda no se amedrentaba; se manejaba como pez en el agua. Frente a las guarris discotequeras, el intercambio de ideas y los pasos a seguir eran fácilmente previsibles, pero ante esta mujer se encontraba como un beodo. Ni siquiera era capaz de articular varias palabras con sentido. Trastabillaba y se sentía superado.
Trató de encauzar el derrotero de su conversación.
-No, es que sentí que te molestaban y traté de...
-¿Molestarme? Creo que tienes alucinaciones, chico. Un tío que tiraba pesas a mi lado se enrolló, pero de buen rollito. Nada que yo no pueda controlar. Y tú, ¿de qué vas? ¿También tiras peso? –le dijo mientras lo miraba de arriba abajo como tratando de constatar que así era.
-Bueno, yo, sí, tiro algo de peso –contestó y quedó unos segundos en silencio, maquinando una nueva cuestión-. Tú tiras demasiado para... bueno... que...
-Lo que quieres decir es que tiro demasiado para ser mujer, ¿verdad? No te preocupes, estoy acostumbrada a que me lo digan –le contestó y esta vez con una sonrisa más dulce.
-Bueno, sí, ésa era mi intención. Si quieres, mi encargado te puede preparar una buena tabla. Lo digo por lo de las lesiones –terminó conteniendo el aire por si volvía a cortarle la conversación.
De nuevo ella lo miró de arriba abajo, calibrando con su mirar las posibilidades de una realidad que no veía clara.
-¿Tu empleado? ¿Acaso el gimnasio es tuyo? –le soltó con un tono de sana duda más que de interrogativa ambición.
-Pues sí, mío y de Jaime, un chico que verás merodear de vez en cuando por la sala. Por eso te digo: cuando necesites algo y yo no esté, preguntas por él. Ya lo pondré yo al tanto.
Se emplazaron al día siguiente para una nueva sesión de pesas. Robus no cabía de alegría aún sabiendo lo elevada que le quedaba la presa. Si lograba su caza, sería su trofeo de mayor envergadura entre todos los ya habidos y grabados en su cubil. Sí, grabados, ya que eso es lo que hacía con todas las guarrillas que pastoreaba las noches de razia a su apartamento. Contaba para ello con un buen equipo de grabación simulado en su televisión y todas sus víctimas aparecían catalogadas, por fecha, tipo y resultados en una extensa colección de vídeos. Sin embargo a la nueva, y si conseguía hacerse con ella, lo cual aún no tenía nada claro, no la pasaría por ese procedimiento. Existía algo profundo enquistado en sus sentimientos con relación a ella. No la deseaba para un revolcón de vicio y menos para lanzarla al estrellato porno. No, cuanto más pensaba en ella más claro tenía el fin último de esa posible conquista.
Así comenzaron a encontrarse semanalmente en el gimnasio y, en ocasiones, en la cafetería de enfrente para un café o una Coca-Cola. Pero cuando él insinuó a Lorena alguna salida de copas o bailes, ella le cambiaba la conversación o se soltaba con un breve pero contundente no frente a su narices.
Lorena era una joven residente en el barrio de Vallecas y la menor de cinco hermanos. Su padre, un contable de una empresa de rodamientos, había realizado denodados esfuerzos para sacar a la prole adelante y, lo que es más importante, darles estudios. Lorena estudiaba una carrera técnica para asistente de laboratorio de odontología y en sus ratos libres se dedicaba a esculpir su cuerpo en un gimnasio cercano a la casa paterna. De ahí sus curvas sinuosas y la magnífica consistencia y estética de sus músculos moviéndose bajo la piel bronceada.
Había mantenido una larga relación con un amigo del barrio que terminó en guerra de guerrillas cuando ella descubrió que su chico se había tirado a una compañera del gimnasio. Sufrió lo indecible. Había sido su primer amor y sentía la traición como un mal generalizado entre los miembros del género masculino. Esto motivó que su carácter se tornara prudente y áspero con los hombres que a partir de ese momento se cruzaron en su camino, máxime, cuando encontraba a un elemento con las características de depredador como las que cargaba Robustiano.
Al cabo de varias semanas de acoso entre barras, poleas y pesas, las defensas de la joven fueron cediendo hasta aceptar las copas tantas veces ofrecidas y otras tantas rechazadas. De ahí a las citas casi a diario fue cuestión de días y así una noche, y a instancias de ella, Robus pudo saborear el éxito deseado.
Fue de madrugada cerrada y a la salida de uno de sus habituales garitos de música y baile, cuando ella le insinuó como quien no quiere la cosa:
-Oye, Robus, ¿por qué no me llevas al gimnasio?
El otro se quedó tan perplejo, que frenó su buga en mitad de la Castellana.
-¿Ahora?-, preguntó dubitativo, pensando que había interpretado mal los pensamientos de la joven.
Ella, con voz autoritaria y decisión inapelable confirmó:
-Sí, ahora.
Y hacia ese lugar dirigió el coche. Hasta el momento él sólo obtuvo buenas palabras, ni un roce, menos un beso, apenas una simpatía distante y un entendimiento que él presentía iba a más. Pero esta reacción, en ese lugar y a esas horas, no entraban en su plan. No obstante, se dejaría llevar
Abrió el cerrojo de entrada, subió las persianas de seguridad y traspasaron el umbral. Volvió a cerrar todo para no alertar a algún curioso. Ya en la sala, ella dirigió los pasos, en penumbras, hacia una de las maquinas. Guiaba de la mano al joven que, desorientado, la seguía como un ovejo. Encendió una suave luz de un extremo del lugar. Una vez se encontraron junto a la máquina, ella lo tomó con ambas manos, dirigió una ardiente mirada a sus ojos y le dijo: desnúdame, ámame, fóllame. La cara de perplejidad de él, su boca abierta de par en par y sus ojos como platos provocaron la hilaridad en ella, una hilaridad que irradiaba ternura y comprensión.
-Yo te ayudo, no te agobies- le dijo mientras, soltándole las manos, comenzó a quitarse poco a poco sus prendas.
Robustiano deslizaba la vista de un trapo al otro hasta que, sorpresivamente, su rostro volvió a demudarse. Debajo de la ropa, Lorena mostraba su piel bronceada, sus pechos desbordantes, su matojo de selvático vello púbico, sin las molestias de la ropa interior, como toda una amazona guerrera. Él se sentía como un adolescente desorientado, acobardado, sin decisión y, ni todo el dinero del mundo ni el poder que ejercía entre los suyos, le servían en este momento de nada.
Ella tomó la mano de él y la pasó por su pecho, sintiendo cómo se erizaban sus pezones que, enhiestos, se reían a su cara. Cuando ella percibió que él ya reaccionaba y comenzó a magrearla, fue deshaciéndose de su ropa hasta dejarlo en calcetos y zapatos. Una risa estruendosa paralizó a Robustiano cuando ascendía al mundo de los sueños, empotrándolo de nuevo en la dura realidad.
Ella no pudo reprimir una carcajada al verlo en calcetos y zapatos embutidos en esos palillos de duende saltarín. Sin embargo, a medida que ascendía su mirar, fue incrementándose de igual manera su lujuria. A Robus la risa de Lorena lo retrajo, mientras su aparato, ya dispuesto a acometer esa aventura indescriptible, se replegó sobre sí mismo en un sinfín de pliegues deformes. Lorena tuvo que utilizar todas sus argucias de fémina para, después de desprenderlo de calcetines y zapatos, reactivar la libido perdida.
Fue entonces, cuando ambos se fusionaron en un abrazo hercúleo, donde solo se vislumbraba tensión de fibras en movimiento. Robustiano perdió el temor de una barrera que durante los últimos tiempos había sido infranqueable, para perderse en un quehacer de deseo que apenas podía contener. Ella, a su vez, se tumbó bocarriba, alzó sus sólidas piernas al aire anudando cada pie a cada una de las anillas que colgaban del resorte superior del aparato, mientras tomaba con sus manos una barra que pendía del extremo de la percha metálica, quedando su cuerpo en vilo, sus piernas abiertas y su abertura rezumando fluidos. Él no creía lo que veía. Ni en la más decadente de sus orgías se había elevado a goces tan sublimes. Tampoco había imaginado tamaña postura y modalidad en el arte de las relaciones sexuales. Tal como oscilaba el cuerpo de ella frente a él, tomó las férreas nalgas con ambas manos, mientras su animalón penetraba por el espeso matorral los interiores de su amada. Un estertor demencial surgió desde el cuerpo en vilo, al tiempo que los brazos que lo sostenían comenzaron a temblar, expandiendo la convulsión al resto del cuerpo.
Él no se percató de ello, elevado como se encontraba mientras penetraba en un vaivén inmisericorde las carnes tersas de ella. Cuando sintió llegar la inmensidad, bramó sin compasión acelerando los envites, lo que produjo un nuevo éxtasis en la hembra, cuyas extremidades superiores no soportaron el esfuerzo, sucumbiendo y dejando caer suavemente su cuerpo sobre la camilla. Él le desanudó los pies de las anillas, descargándolos con extremo cuidado sobre el suelo. Después se colocó de hinojos frente al cuerpo derrotado y lamió los flujos que se escurrían de los pliegues de su vagina con la cautela de no rozar su clítoris aún sensible. Relamiendo lo ya lamido permaneció el tiempo justo para encender de nuevo su maquinaría. Cuando ya la sintió en ebullición, atacó directo con su lengua, afilada, el endurecido montículo. Tres, cuatro movimientos circulares provocaron de nuevo una explosión de la mujer. Una vez recuperada de toda esa cocción de caldos internos, se enderezó y, sentada sobre la camilla, tomó el miembro de él y lo puso convulso a fuerza de músculos.
A los tres meses se casaron.
Un steak tartare llamado Jaime
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No cambió la nueva vida de matrimonio, pero sí la vida laboral de Robustiano. Mantuvo la sociedad oscura con sus dos socios en ese contubernio llamado Los Florida, creciendo en poder, dinero y renombre. Pero su verdadero dolor de cabeza se centraba en el gimnasio, no en el negocio en sí, que funcionaba como una seda y se afianzaba entre todos los cachas de la capital por su ambiente, sus equipos y, por qué no, por la droga que ahí se vendía subrepticiamente. El verdadero problema era Jaime.
Se aficionó, al igual que otros muchos, a embotarse las narices a diario con la merca. Se envició. Y Robustiano, con sus toques de atención sutiles, agitó los ya encrespados ánimos de Jaime. Hasta que en una de esas tardes de machaque, el desquiciado, desquiciándose junto a dos Puertas a punta de líneas blancas en su despacho, comentó:
-A este cabrón de Robus me lo cargo un día de éstos. No me deja de dar la coña y además creo que me sirlea en los precios de la farlopa que me pone... Esto no puede seguir así.
El chisme se filtró y llegó a oídos de Robustiano. No comentó nada a nadie, ni siquiera a sus socios de lo grande. Actuó como de costumbre: dio el primer paso y se preparó, agazapado. No tuvo que esperar en exceso. A las pocas semanas, un día cualquiera, Jaime dispuso su golpe de muerte. Invitó a Robus a ver unos terrenos cercanos a la ciudad, pero al atardecer; no podía a otra hora, arguyó.
De inmediato Robustiano se percató de que ése era el día elegido por Jaime, su noche de San Bartolomé, y se pertrechó. Cargó en su buga all road materiales de matar: hacha, cuchillo de monte, pala, cuerdas y cal viva. Recogió a Jaime.
-Vamos en mi buga; es mejor para el campo- dijo, a lo cual el otro no opuso objeción.
Él, Jaime, era el lobo y no imaginó que caperucita llevara una cesta de guerra. Tomó el camino que Jaime le indicaba hasta llegar a una zona rural, cercana a un pueblo. Anochecía.
-Bueno -preguntó Robustiano-. ¿Y ahora qué?
Jaime salió del coche y, observando el horizonte, le dijo:
-Mira, ven a ver, ésos de ahí son los terrenos que quiero comprar.
Oyó cómo Robustiano abría la portezuela. En ese momento, sacó la pipa y la amartilló. Antes de acercarse a donde él estaba, Robustiano le preguntó:
-¿Quieres un chupito para calmar el frío?
No esperó la respuesta. Abrió el maletero y sacó la petaca; también el cuchillo de destripar guarros. Se lo colocó a la espalda.
-Está bien, trae la petaca -le gritó Jaime desde donde se encontraba, tranquilo, al acecho, el arma montada.
Robustiano se acercó a él en la penumbra, dirigido por el suave resplandor que de refilón esparcían los focos del vehículo. Le pasó la petaca.
-Toma, bebe tú primero -le dijo.
Jaime la tomó y se la llevó a los labios. Mientras inclinaba la cabeza hacia atrás y dejaba escurrir el líquido por su garganta, el otro había desenfundado el espadón y le había penetrado de dos sablazos la zona lumbar. A Jaime no le dio tiempo a disparar la pipa, apenas un, pero ¿cómo te...?, me muerooo, se escapó de sus labios. Mientras caía, Robustiano tomó su cuerpo por la espalda y rebanó de un tajo izquierda-derecha su gaznate. Cayó fulminado. Después fue hacia el coche, cogió el hacha y la pala y regresó a terminar su trabajo. Los pedazos bastos los depositó en una zanja excavada a poca profundidad, sazonados con capas de cal viva. Volvió a tapar el hueco, se limpió y regresó con el sosiego del triunfador a su casa.
Ismael, el madero que por aquella época ya trepaba de puesto en puesto de la carrera policial, mantenía a Robustiano y a su grupo en la mira de a ver por dónde os pillo. Cuando llegó a sus oídos el caso de la desaparición de Jaime, sus sospechas recayeron de manera flagrante sobre el Robus y sus muchachos; le fue imposible, sin embargo, demostrar nada.
CAPÍTULO VI ALCALÁ-MECO, LA CÁRCEL
Con el crecimiento de la organización los dineros acudieron fluidos, pero también los problemas. Algunos, remolones en el pago, fueron visitados por su gente a recordarles sus obligaciones. Brazos, piernas y alguna fractura más eran cosa de rutina. Pero cuando al otro lado encontraban otra tintorera de índole similar a la de ellos, de nada servían las amenazas y las roturas. Ahí se ponían él y sus socios a la cabeza del comando y, empalmados hasta los dientes, con muchas de fuego y otras de pinchar, visitaban al pavo en cuestión, no ya a recordarle, sino a acabarlo.
Así ocurrió con uno de unos kilitos, apenas, de deuda blanca y residente en la plaza Elíptica. Robustiano ya sospechaba de la piel de cocodrilo que cargaba el otro, pero no de la mala folla con que serían recibidos. Llegaron en dos vehículos y de siete en siete al lugar. Cuando al timbrazo continuado frente al piso se les vino una lluvia de plomo, supieron que habían calibrado mal al bicho. Dos cayeron ya heridos nada más empezar la balacera; dos de los suyos. La respuesta de los recién llegados fue inmediata y con ello se coció un caldo de balas de aquí te espero. Los vecinos calentaron las líneas del 091. Los Florida no fueron capaces de dar su merecido al deudor, pero sí de llevar en volandas a su jefe con un tiro en la mandíbula y la jeta descerrajada al hospital. Otro plomo caníbal le entró por el costado sin dañar parte alguna. Pero la mandíbula se la reconstruyeron como puzzle sin fichas y a ver cómo queda, le notificaron a Robustiano. Tras meses de recuperación y el negocio a la deriva, retomó su poltrona en esa sociedad de la muerte amenazada desde afuera por los nuevos valores emergentes en ese mundo, en esa selva.
Tal reorganización del negocio puso en pie de guerra al grupo de estupefacientes que, ya con Ismael a la cabeza, fijaron como prioridad el desmantelamiento de esa agrupación de chicos malos. Obtuvieron órdenes judiciales de ver, escuchar y entrar en caso necesario y así los mantuvieron bajo observación durante largo tiempo. Hasta que llegado el momento –el que ellos pensaban que era, aunque patinaron de plano- intervinieron a más de una docena de integrantes del clan, entre ellos a Robustiano y su familia. Destrozaron sus casas en busca de algo, decomisaron sus coches, bloquearon sus cuentas y los enviaron, custodiados y engrilletados, a la Audiencia Nacional, con mujeres, niños y todo lo que se moviera. Y ahí fue donde conocí a varios de sus chicos. Del calabozo de la Audiencia dispersaron a los diferentes integrantes de la banda a las diversas prisiones de Madrid. Con nosotros aplicaron idéntico procedimiento. Nada teníamos que ver con los Florida, apenas nos encontramos en los calabozos, pero nos desperdigaron de igual manera por diferentes cárceles.
Pero nada; nada encontraron en los registros realizados a los chicos y por goteo los distintos integrantes del grupo fueron abandonando las diferentes prisiones, todos menos el jefe. Y a Robustiano lo cambiaron de prisión; vino a dar con su cuerpo en mi patio, seis meses después de nuestro encuentro en los calabozos de la Audiencia, aunque yo a él no lo conociera personalmente.
Se lo encalomaron a Pablo en el chabolo. Pablo era un skin de cabeza hueca pero bíceps de buey. Condenado por dos homicidios a la salida de un partido de fútbol y en compañía de su panda de neonazis descerebrados, había logrado la exclusiva ventaja de vivir en soledad en una celda para dos. Para ello amedrentó a medio módulo a base de hostias y delicados adjetivos. A su último compañero de habitación, otro skin llamado César, aunque de menor rango y corpulencia, lo sodomizaba y obligaba a hacer de machaca. El pobre César soportó estoico durante meses esos maltratos por miedo a ser herido en un descuido de patio o pasillos.
Cuando Pablo supo del personaje con el que compartiría chabolo, desbarró de alegría. No todos los días se recibe en casa al jefe del mayor clan de la droga de la ciudad, en especial, cuando Pablo era asiduo visitante de los gimnasios, lugares donde los Florida eran admirados con veneración. El que otrora mostrara un orgullo y un despotismo exacerbado hacia sus compañeros de patio, sucumbió por decisión propia a la servidumbre más rastrera. Se pluriempleó de machaca del Robus, esperando resultados futuros una vez en libertad.
La relación entre ambos no soportó los vaivenes de la vida carcelaria. La sagacidad de Robustiano sacó a relucir de inmediato el lobo taimado encerrado en piel de carnero que Pablo trataba de ocultar bajo maneras amables. Sus cortas entendederas dejaban traslucir toda la carga de maldad y perversión que llevaba encima. Fue a los escasos meses de su llegada al módulo, cuando el Robustiano se ofreció a compartir mi celda de maharajá que yo, con sutil manejo, había conservado en solitario. Con buenas palabras y dotes magistrales de diplomacia, me convenció para aceptarlo como compañero por el tiempo que pactáramos sobre la marcha; en caso de no sobrellevar nuestra cautividad compartida, él abandonaría la celda a mi requerimiento.
La vida con Robustiano, a pesar de mi escepticismo inicial, fue de lo más llevadera. Era un ser ordenado, higiénico y sus historias salvajes y de mundos desconocidos para mí, hacían relegar el tiempo transcurrido y por transcurrir a un segundo plano distante. Su fama se había extendido por toda la prisión y había llegado hasta los oídos de los funcionarios, que deseaban evitar problemas con alguien que en la calle contaba con un grupo de hienas hambrientas de sangre. Y todos, sin excepción, tenían a un ser querido pisando la calle libre. Por ello, el día que Robustiano tuvo que ajustar una cuenta pendiente con un interno de otro módulo, los testigos desaparecieron.
Surgió por una de esas casualidades tan habituales en estas casas. En el módulo 2 se hospedaba el pájaro residente en la plaza Elíptica que dejó a deber unos kilillos a los Florida: por su causa, Robustiano había sido herido en la reyerta sin haber cobrado la deuda ni haber podido sentar un precedente para los futuros deudores remolones. Pero la vida da vueltas, muchas vueltas, y al tipo en cuestión lo trincó la pasma con un fusco y, en el posterior registro de su casa, esa de la plaza Elíptica, salieron a relucir una docena de kilos de polvo blanco y unos cuantos millones en billetes grandes. Para dentro, dijo la Ley. Con tan mala fortuna, que vino a dar al mismo hotelillo que el Robus. Y fue precisamente su compañero de celda quien, después de oír el relato de la batalla campal que éste y su gente mantuvieron con los Florida, fue con el cuento al Robustiano a cambio de una papelina. Éste se la entregó gustoso, relamiéndose por una venganza tan esperada.
Aguardó con paciencia el momento adecuado. No podía entrar en el módulo 2 a ajustar cuentas como quien va a visitar a un compi, por lo que tendría que aprovechar alguna salida general de varios módulos para acercarse al elemento en cuestión que, además de todo, no sospechaba haber sido destapado. Y el momento llegó una tarde de cine, donde se congregaron tres módulos, entre ellos el 2 y el 4, el nuestro.
Robustiano negoció con Pablo una cantidad considerable que entregarían a su familia en el exterior. A cambio, Pablo, se haría con un pincho en condiciones y, a la señal de Robustiano, ajustaría las cuentas al escualo de la Elíptica. Pablo estuvo de acuerdo; uno más en su palmarés bruñiría con mayor esplendor en los ambientes de esta casa y de la calle, amén del dinero que recibiría su familia y que guardarían a su salida. Se hizo con un pincho hábilmente confeccionado por un compañero. De unos veinticinco centímetros de hoja, el mango y la funda realizados en madera se habían recubierto de cuero. Tres papelas de caballo cerraron el trato. Y con esa arma mortal encaletada en la bota, nos dirigimos todos nosotros al espectáculo... del cine.
No recuerdo la película, ni falta que hace. Robustiano se mantuvo alerta, después de localizar al pájaro en cuestión, en busca de la oportunidad. Y ésta se dio a mitad de la película, cuando el tipo salió al tigre. Robus hizo una señal a Pablo que salió tras él. Esperamos. Diez minutos después Pablo regresó, tomó asiento, e hizo una señal afirmativa con la cabeza. Robustiano me miró, sonrió y entrecerrando sus ojos, se recostó.
Al cabo de media hora y cuando la película se encontraba en su último tramo de proyección, se encendieron las luces de la sala y todo el perímetro fue rodeado por funcionarios con guantes de látex y postura provocadora. El subdirector de seguridad subió al estrado y tomó el micrófono:
-En el transcurso de la proyección se ha cometido un asesinato. Un interno ha sido atacado con un pincho en los servicios y a causa de ello ha fallecido. Esto es un hecho gravísimo para el centro y tomaremos las medidas oportunas a fin de descubrir al asesino. A partir de este momento se anulan las concesiones, los cursos y las salidas a actos y polideportivo. Los funcionarios cachearán a todos los internos aquí presentes y las medidas extraordinarias que se tomen se les notificarán al módulo.
Bajó del estrado y, a una orden suya, los funcionarios fueron organizándonos en filas. Uno a uno nos fueron pasando la raqueta y las manos por todos los pliegues que encontraron en nuestros cuerpos. De ahí fuimos trasladados al módulo. Algunos a los que se les decomisaron papelinas y algún que otro pincho fueron enviados al chopano. (Próximamente: Los Florida 37)