Y esa curiosidad me puede. Acepto que se mude a mi chabolo.
Bajo, de complexión fuerte, Robustiano había ensanchado de cintura para arriba a base de gimnasio y pesas. Desde el primer momento mantiene en la celda unas doscientas latas de atún y frascos inmensos de proteínas de Sansón. No obstante, de cintura para abajo sus piernas cigüeñeras no dan para más musculillo a pesar de sus esfuerzos de tirar kilos con ellas. Pero el que crea que el taponcito este, con su sonrisa perenne y buen talante puede ser de fácil ninguneo, yerra en grandes proporciones. Y así lo hace notar en el patio de la cárcel de Alcalá-Meco.
Con el pasar de los días va tomando confianza, él desconfiado por naturaleza. Pero mi discreción y su necesidad de confesar el pasado y sus pecados le fuerzan a soltar la lengua.
Es el cabecilla de un triunvirato líder en la distribución de la droga en Madrid. Controlan con el nombre de los Florida todo lo que se mueve en los gimnasios y discotecas de la capital. Pero hasta llegar a ello e imponer su ley subterránea, Robustiano ha tenido que ascender a mordiscos, cuchilladas y conjuras traperas en la difícil escala del negocio de la Dura.
Ya siendo infante, diminuto pero asalvajado, le gustaba coaccionar a sus compañeros de colegio y de acera por métodos expeditivos. No por ello se arrancaba de buenas a primeras con una descarga monumental, no. Su sonrisa cálida y franca solventaba la mitad de los posibles conflictos que apareciesen en su camino. Si a pesar de ello el problema persistía, su mano izquierda y modos sutiles terminaban por doblegar cualquier carácter huraño. Pero si ni siquiera ese método diplomático derribaba las murallas infranqueables de su, ya para entonces, enemigo, sus puños descargaban toda la furia contenida. Ya no había nada que hacer. Su agresividad controlada y su fiereza sanguinaria no cejaban hasta ver a su oponente doblegado, destrozado y, por fin, abatido.