Beto se desinfló. Contaba con la gente del jefe y ahora estaba solo.
-Jefe, son muchos los niños que trabajan con él... Mmm... Vale, empezaré por él y sus dos amiguetes de siempre. Cuando el resto haya visto lo que le ha ocurrido a su jefecillo, se acojonarán y seguro que se esfuman.
-Bien, Beto, bien, buena idea. Ahora lo siento, pero tienes que marcharte. Espero a alguien. Cuentas con todo mi apoyo. Adiós –dijo y le estrechó la mano mientras el otro se levantaba dispuesto a abandonar el lugar.
-Gracias, don Braulio, gracias. Lo mantendré informado -y así, con un suave balbuceo, salió.
Mientras se escurría por el pasillo sombrío, pensaba para sí: menudo cabrón. Que me da todo su apoyo y por poco me saca a las patadas de la ofi. Ni puto caso, pero eso sí, para cobrar, ahí sí, ¡cabronazo!
El teléfono sonó en la casa.
-¿Está Robustiano? -preguntó una voz masculina al otro lado de la línea.
-Sí, ¿quién lo llama? -contestó una mujer.
-Un amigo.
Al momento sonó la voz del joven al aparato.
-¿Quién es? -preguntó.
-Escucha bien. El Beto y su gente van a por ti y los tuyos –advirtió la voz. Colgó.