No esperó. Esa misma noche y antes de que Beto pudiera organizar a su gente, Robustiano y sus niños se llegaron a la zona de éste. Se repartieron por esquinas y portales. Esperaron. Al cabo de un par de horas el grueso matón apareció con sus dos lobos al acecho. Hicieron un corrillo de conversación y humos de tabaco a la espera de los compis de siempre. Los muchachos, armados de navajas, puños americanos y barras, esperaban la orden de Robus, que a su vez llevaba encaletado un fusco Astra en la parte trasera de su pantalón. Del corrillo comenzó a elevarse un humo de olores a hierbas, cuando un silbido recorrió la calle.
De repente, un enjambre antropófago rodeó al trío y, con una descarga animal, doblegó sus cervices y los revolvió por los suelos. No se defendieron; la sorpresa bloqueó su reacción. Patadas, golpes y pinchazos sangrientos los postraron en una pérdida de conocimiento de a tres. Un taxista que circulaba por esa calle dio el aviso chivato a la municipal. El enjambre desapareció como había aparecido, sin verse.
Sobrevivieron. Si bien Beto abandonó el hospital después de semanas de internamiento con una cojera más que ligera y que no desaparecería durante el resto de su corta vida. No pudo recuperar su posición en el barrio; tampoco lo intentó. Hasta el jefe optó por no contestar sus llamadas.
Mientras tanto, Robustiano y sus chicos se habían hecho con el control de todo y la distribución de heroína duplicó sus ventas. Sánchez seguía siendo el proveedor por el momento, aunque éste temía que la inquietud del niño y sus aspiraciones napoleónicas lo llevaran a buscar nuevos orígenes. No se equivocaba en mucho el viejo.