El niño, con el fin de imponer sus criterios también por la vía visual, empezó a frecuentar diferentes gimnasios. Su cuerpo esmirriado y de recortada estatura comenzó a adquirir volúmenes de artificio, eso sí, de ombligo para arriba, ya que de cintura para abajo, nada. Allí entabló contacto con los que poco a poco serían sus mejores bastiones de venta: los porteros de discoteca, lugares que, gracias al éxito y los dineros que acumulaba, visitó desde ese momento y con asiduidad; su corta edad y altura no impidieron su acceso a ellos, para eso tenía amiguetes hasta en el infierno.
Y así se entregó a una nueva vida de lujos, trago y droga, que a su vez le abría las puertas al de las mujeres de fácil amaño, y todo ello con apenas dieciséis añitos.
Incorporó al combo de niños de teta a su hermanito menor, el de doce. El mediano ya llevaba un par de años trabajando para él a pesar de la oposición de la mama. Ésta no terminaba de tenerlas todas consigo. Nada sabía de la ocupación de su primogénito, pero presentía que nada bueno se cocía entre bastidores. No obstante, no se excedía en el desempeño de sus funciones matriarcales, ya que su Robus mantenía, él solito, la casa. Ella había dejado la limpieza de pisos para dedicarse en cuerpo y alma a su hogar e hijos y, por qué no decirlo, el nuevo nivel de vida era de lo más holgado. Sabía por los profesores que los niños apenas acudían a clase, que a ella le contaban milongas de no creer y que el Robus andaba en compañías nada recomendables, pero qué iba a hacer la pobre mujer. Callar y resignarse.