Era su retiro, su lugar de esparcimiento y refugio seguro. Nadie lo conocía y las que habían accedido a él, lo habían hecho en el coche de Robus, a través de callejones en penumbra y un montacargas que subía el coche hasta la misma planta de su escondrijo. Lo que ocurría con posterioridad detrás de esas gruesas paredes es fácil de imaginar. El Robus, de dieciocho años bien llevados, energía que supuraba por todos sus poros y bolsillo lleno, captaba los mejores bombones que acudían a los lugares de ocio. Y también a las más viciosas y más guarras. El habitáculo estaba compuesto de un buen salón, una cocina, un gran baño y un excelente dormitorio con una cama, ya no king size, más bien imperator size, donde el taponcete desaparecía como en marsupio de cangura. El resto del cuadrilátero podía albergar sin problema a tres nenas bien dispuestas.
Y todas las fiestas comenzaban de la misma manera. En la mesa del comedor colocaba un par de botellas de Moet Chandón, una bandejita con un polvo mágico y escamoso de color blanco y otra con polvos amarronados. De comida sólida, ni por asomo, ni falta que hacía, según pensaba el Robus. Las niñas, nada más cruzar la puerta, se tiraban en plancha a la mesa a embotarse las narices, aspirar humos dañinos y sorber el burbujeante champán al son de la música de los Chunguitos. El joven participaba también de la orgía de sensaciones a las que se abandonaban las nenas aunque, comedido, deseaba mantener una lucidez clara para el baño de multitudes a la que se veía sometido con posterioridad en la cama. Ya en el dormitorio, se transformaba en director de orquesta, dirigiendo su batuta a diestro y siniestro mientras las amazonas, elevadas por influjos químicos, se dedicaban a comerse todas sus carnes con avaricia de pobre. Al Robus le devoraban su animal con lujuria famélica a fin de hacerse con el trofeo, de a ver cuál engancha a este taponcete de oro. Pero la presa era escurridiza y de difícil atrape.