A medida que el nene crecía estas maneras se acentuaron. Su madera de líder se pulía y esa misma disposición que mostraba en el colegio y la calle salía a relucir en el hogar. Fue por esas épocas cuando su padre tomó la determinación de abandonar mujer y tres hijos por una churri de pelo oxigenado, pero de sobresalientes nalgas y abrumadoras tetas: la esteticien del barrio. Robustiano, con apenas diez años, tuvo que dominar el ánimo que se escapaba por las rendijas del hogar. Soportó estoico el peso de sus dos hermanos menores y la acritud que se enquistaba con el paso del tiempo en el carácter de su madre. Ésta se puso a limpiar pisos para poder sacar a su prole adelante. Pero ni con ésas alcanzaban los dineros para todos los gastos que una familia de cuatro necesitaba. Las monedas del aguinaldo de los chavales dejaron de tintinear en sus bolsillos, apenas alguna perdida y sólo de vez en cuando. Fue entonces cuando comenzó a hacer pellas en clase en busca de algo que le permitiera colaborar con los gastos del hogar y tomar el relevo del padre que ya no existía.
A sus doce añitos descubrió que, en su barrio de Ventas y con una papelina de un polvo mágico y amarronado, ganaba mas parné del que mamá les asignaba en todo el año. Se la pasó uno de los mayores, al que él, meses atrás, salvó de una encerrona. Como recompensa puso en su diminuta mano ese regalo diabólico y le recomendó: véndelo rápido y sácale pasta a este polvillo. Algunos matan por él. Nunca olvidaría esas palabras y sólo más adelante captó todo el peso de su significado. Tal y como su amigo le indicó, lo endilgó de inmediato y por una buena suma al vecino del cuarto, el hijo de la Paca, un menda desaliñado y cabizbajo que él siempre sentía distante y sin rumbo claro.