Debido al mono que cargaba el menda y como quien no quiere la cosa, comenzó a realizar pedidos continuos de papelinas sueltas. Primero para él y con posterioridad para sus coleguis. Al poco de comenzar con ese juego de niños, se percató de que ese jueguecito no era tal, sino una posibilidad de futuro y un modus vivendi más que digno. Hombre, digno, lo que se dice digno, intuía que no lo era. Máxime cuando en una de las entregas al vecino, lo acompañó, a requerimiento del otro y debido a su malestar, a colocarse. Fueron a un descampado cercano a la plaza de Toros, un descampado de chamizos derruidos, maleza y charcos de pasadas lluvias. Vio cómo el vecino sacaba del bolsillo de su roída chaqueta una jeringuilla ya usada, una cuchara, una goma y un encendedor. Se acomodó sobre unos ladrillos y le pidió a Robustiano que le pasara la papelina. También le pidió que llenara la jeringa de agua, pero ¿de dónde, si por aquí no hay grifos?, inquirió el niño. Pues, de la charca, de dónde sino. Y así lo hizo, absorbiendo el interior de la jeringa el agua achocolatada junto con todos los detritos que con ella llevaba. No tuvo reparos el vecinito. Calentó todo el sofrito en la cuchara, se anudó la goma alrededor del brazo e intentó hacer diana con la aguja en una de las venas más abultadas. No tuvo fortuna en su primer intento. Es que la aguja está gastá, la muy cabrona, se disculpó el tipo con Robustiano por lo que parecía falta de experiencia. Al segundo intento atinó, aunque lo romo de la aguja provocó una escabechina y un chorreo de sangre que alcanzó al niño, quien no se amilanó, aunque esta primera experiencia lo dejara tambaleante. Pero su familia tenía que comer y nada ni nadie interferiría en su proyecto.
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