Cuando entró, la distinguió de inmediato. Cargaba con otro modelito ajustado a su cuerpo, en esta ocasión de color fucsia. Se encontraba reclinada en la máquina ejercitando sus cuádriceps, elevándolos a la par y con un peso que no correspondía al que solían utilizar las chicas. Fue entonces cuando Robustiano pudo admirar la musculatura de sus piernas, sus muslos desbordantes y... su mirada clavada en él. Se dio cuenta de que su animal bramaba por salir de sus gayumbos y bajó la vista avergonzado. No se conocía. Él avergonzado ante una chica: en la vida. Pero así era. La visión de su cuerpo lo hizo empalmar; su mirada, avergonzarse. Estaba perdido. Sin poder moverse, no supo hacia dónde dirigir sus pasos. Cuando se percató de que la mirada de ella se había desviado, tomó con rapidez rumbo al despacho. Allí saludó a Jaime, que se encontraba en ese momento despachando con dos colegas. No obstante, Robus se percató de que había interrumpido; los ademanes nerviosos de Jaime a su entrada, la ocultación de algo en el cajón y el cambio de actitud y conversación de los visitantes, lo alertaron. Pero se encontraba en exceso ensimismado con la niña como para virar sus pensamientos hacia otros derroteros. Además, Jaime intercedió, como buen samaritano que presumía ser, de inmediato en su favor. “Como ves, te he avisado de inmediato cuando llegó la nena, ¿eh, Robus?” Éste, distraído y con la mirada fija en los muslos de la clienta, hizo un ligero aspaviento con la mano mientras respondía: sí, sí, muchas gracias, compi. Pero sus pensamientos volaban más allá del espejo que lo separaba de la sala de musculación. A pesar de darle vueltas y más vueltas, no sabía cómo entrarle. Había un no sé qué en la chica que imponía respeto. Nadie se acercaba a ella. Su madurez y porte, seguro que sería algo mayor que él, pensó, repelían la mayoría de los ataques de los guaperas del lugar.
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