En eso vio cómo uno se acercó a ella. Se trataba de Juan, uno de los Puertas de Capital y que él tenía en nómina para ciertos trabajillos no demasiado claros. Los celos arremetieron con toda su crueldad, carcomiéndole las entrañas. Le dirigió la palabra, aunque ella apenas reaccionaba. De repente, algo dijo él que provocó una sonrisa como respuesta. No lo soportó. Se puso en pie y apretó sus puños mientras maldecía su suerte. En ese momento una idea le vino a la cabeza. Se dirigió al vestuario, abrió su taquilla y sacó su ropa de entreno, también un pantalón de sudadera largo. Entonces fue directamente a la sala.
Observó cómo Juan seguía reclinado, una pierna sobre la barandilla, la otra fuertemente apoyada en el suelo, y hablando animadamente con ella. A la mujer parecía agradarle la conversación, por lo que Robus se escabulló hasta un ángulo en que ella no pudiera verlo, no así el Puertas. Al cruzarse sus miradas, Robus gesticuló con la cabeza en señal de, piérdete. El otro, ofuscado, trastabilló con el pie y se alejó disculpándose ante la muchacha. Con un gesto de extrañeza, ella continuó con su trabajo.
Juan se dirigió al despacho de los jefes y golpeó.
-¿Puedo pasar, Jaime?
-Pasa, pasa, Juan, no te cortes, tronco –contestó éste.
-Nada, pasaba por aquí... ya me cansé de tirar y os venía a hacer una visita. Ah, a propósito, ¿quién es la pava esa, esa de allí? –dirigió su índice en dirección a la chica-. Estaba de palique con ella y el jefe me ha hecho una señal de, puerta, ábrete.