Se emplazaron al día siguiente para una nueva sesión de pesas. Robus no cabía de alegría aún sabiendo lo elevada que le quedaba la presa. Si lograba su caza, sería su trofeo de mayor envergadura entre todos los ya habidos y grabados en su cubil. Sí, grabados, ya que eso es lo que hacía con todas las guarrillas que pastoreaba las noches de razia a su apartamento. Contaba para ello con un buen equipo de grabación simulado en su televisión y todas sus víctimas aparecían catalogadas, por fecha, tipo y resultados en una extensa colección de vídeos. Sin embargo a la nueva, y si conseguía hacerse con ella, lo cual aún no tenía nada claro, no la pasaría por ese procedimiento. Existía algo profundo enquistado en sus sentimientos con relación a ella. No la deseaba para un revolcón de vicio y menos para lanzarla al estrellato porno. No, cuanto más pensaba en ella más claro tenía el fin último de esa posible conquista.
Así comenzaron a encontrarse semanalmente en el gimnasio y, en ocasiones, en la cafetería de enfrente para un café o una Coca-Cola. Pero cuando él insinuó a Lorena alguna salida de copas o bailes, ella le cambiaba la conversación o se soltaba con un breve pero contundente no frente a su narices.
Lorena era una joven residente en el barrio de Vallecas y la menor de cinco hermanos. Su padre, un contable de una empresa de rodamientos, había realizado denodados esfuerzos para sacar a la prole adelante y, lo que es más importante, darles estudios. Lorena estudiaba una carrera técnica para asistente de laboratorio de odontología y en sus ratos libres se dedicaba a esculpir su cuerpo en un gimnasio cercano a la casa paterna. De ahí sus curvas sinuosas y la magnífica consistencia y estética de sus músculos moviéndose bajo la piel bronceada.