-¿Quieres un chupito para calmar el frío?
No esperó la respuesta. Abrió el maletero y sacó la petaca; también el cuchillo de destripar guarros. Se lo colocó a la espalda.
-Está bien, trae la petaca -le gritó Jaime desde donde se encontraba, tranquilo, al acecho, el arma montada.
Robustiano se acercó a él en la penumbra, dirigido por el suave resplandor que de refilón esparcían los focos del vehículo. Le pasó la petaca.
-Toma, bebe tú primero -le dijo.
Jaime la tomó y se la llevó a los labios. Mientras inclinaba la cabeza hacia atrás y dejaba escurrir el líquido por su garganta, el otro había desenfundado el espadón y le había penetrado de dos sablazos la zona lumbar. A Jaime no le dio tiempo a disparar la pipa, apenas un, pero ¿cómo te...?, me muerooo, se escapó de sus labios. Mientras caía, Robustiano tomó su cuerpo por la espalda y rebanó de un tajo izquierda-derecha su gaznate. Cayó fulminado. Después fue hacia el coche, cogió el hacha y la pala y regresó a terminar su trabajo. Los pedazos bastos los depositó en una zanja excavada a poca profundidad, sazonados con capas de cal viva. Volvió a tapar el hueco, se limpió y regresó con el sosiego del triunfador a su casa.
Ismael, el madero que por aquella época ya trepaba de puesto en puesto de la carrera policial, mantenía a Robustiano y a su grupo en la mira de a ver por dónde os pillo. Cuando llegó a sus oídos el caso de la desaparición de Jaime, sus sospechas recayeron de manera flagrante sobre el Robus y sus muchachos; le fue imposible, sin embargo, demostrar nada.
Ismael, el madero que por aquella época ya trepaba de puesto en puesto de la carrera policial, mantenía a Robustiano y a su grupo en la mira de a ver por dónde os pillo. Cuando llegó a sus oídos el caso de la desaparición de Jaime, sus sospechas recayeron de manera flagrante sobre el Robus y sus muchachos; le fue imposible, sin embargo, demostrar nada.