Esa noche don Juan Carlos, un funcionario que por unos suculentos honorarios extras servía de correo para lo que se terciara, trajo consigo un par de botellas de Chiva´s. Por ello, algunas celdas permanecieron abiertas después de la hora de recuento y una media docena de compañeros escogidos se reunieron con nosotros en la nuestra. Whisky, paté, langostinos y salmón ahumado fue el ágape que nos brindó Robustiano so pretexto de celebrar su futura paternidad.
Sin embargo, estas prebendas no fueron las indispensables para la vida de Robus en prisión. Sí, en cambio, lo fue el teléfono móvil que pudo introducir don Juan Carlos por la módica cantidad de 3.000€. De esta manera, y ya de noche cerrada, y posterior al último recuento, Robustiano comenzó a impartir órdenes directas después de ocho meses de transmitir sus directrices a través de su mujer y en cartas prohibidas. No obstante, al cabo de varios días de comunicarse con sus socios, empleados, proveedores y clientes, tuvo que aceptar el hecho de que el negocio se le había ido de las manos y que la recuperación de su posición sólo podía hacerse in situ, es decir, en libertad y personalmente. Y ni con esas las tenía todas consigo. Dudaba si podría rescatar los restos de lo que fuera su pequeño gran imperio.
Hizo venir con urgencia a Bremondez, el abogado que llevaba el caso de su hermano y ahora el suyo. Lo presionó con algo más que palabras. Le dio un ultimátum de unos meses, cuando cumpliera un año de su detención, para ser puesto en libertad. Apeló a la falta de pruebas en la instrucción del sumario, a ser el único de todo el grupo en permanecer aún en prisión; en fin, el abogado salió de la cárcel con el rabo bien guarnecido entre las piernas y el propósito inapelable de lograr la libertad de su cliente.